Los bosques que alguna vez se consideraron resilientes están sufriendo una muerte sorprendente. Para predecir el destino de los bosques del mundo frente al cambio climático, los investigadores necesitan comprender cómo mueren los árboles.
Mientras estamos muy por encima del suelo en un día soleado de octubre, sería fácil concentrarse en las crestas azules de las colinas y los pequeños pueblos enclavados entre ellas. Pero Richard Peters, que está conmigo dentro de una góndola de metal adosada al brazo móvil de una grúa, me señala las copas de los árboles que se encuentran debajo, iluminadas con los tonos dorados y cobrizos del otoño. “Ese definitivamente está a punto de morir”, dice sobre un árbol.
Pasamos sobre las ramas sin hojas de una haya que perdió su copa debido a la sequía, de un abeto con la copa desprovista de agujas y, a lo lejos, vemos los esqueletos calvos de las coníferas devastadas por los escarabajos de la corteza.
Peters grita instrucciones y el hombre que opera la grúa mueve el brazo de 50 metros de largo haciendo un círculo, permitiendo que la góndola se deslice sobre el techo del bosque mientras una brisa acaricia suavemente las hojas. Es una forma surrealista de ver el dosel del bosque y, para Peters y los demás científicos que trabajan allí, es mucho más que eso. Regularmente, visitan este bosque en la región suiza de Hölstein, en las montañas del Jura, para tomar medidas meticulosas de aproximadamente 80 de los 480 árboles, justo en la zona donde respiran.
Allí crecen unas 14 especies de árboles europeos, en su mayoría hayas y abetos, objetos de un estudio a largo plazo dirigido por el ecologista vegetal y fisiólogo Ansgar Kahmen, de la Universidad de Basilea. Cuando se lanzó el proyecto en 2018, el objetivo era simular los efectos de la sequía construyendo techos justo encima del suelo del bosque para interceptar la lluvia. Pero en ese verano y principios del otoño, el clima por sí solo preparó el experimento con precipitaciones reducidas casi a la mitad y temperaturas tres grados más altas de lo habitual, como parte de la peor sequía que ha azotado Europa Central en 250 años.
Muchos árboles fueron arrasados; 10 abetos sucumbieron en el sitio de dos hectáreas (alrededor de cinco acres). Un sinnúmero de otros árboles fue sometido hasta su límite ese año y en los años posteriores.
Los científicos forestales de todo el mundo están alarmados al ver que las sequías, a menudo exacerbadas por incendios e invasión de escarabajos de la corteza, eliminan árboles a escalas que nunca antes habían visto —desde enormes hileras de bosques estadounidenses hasta bosques secos en Australia, en donde las raíces pueden alcanzar unos 50 metros de profundidad (más de 160 pies), hasta regiones templadas y bosques tropicales húmedos donde este tipo de eventos se consideraban impensables—. “Incluso las personas que realmente conocen y tienen mucha experiencia en el campo se sorprendieron al ver lo rápido que se estaban perdiendo estos bosques”, dice Henrik Hartmann, ecofisiólogo del Centro Federal de Investigación de Plantas Cultivadas del Instituto Julius Kühn, en Alemania, y autor principal de una revisión general sobre la extinción de bosques en el Annual Review of Plant Biology de 2022.
Las sequías ya habían afectado a muchos de estos ecosistemas, pero lo que es diferente ahora son las “sequías más calientes”, sobrealimentadas y provocadas por temperaturas sofocantes. Y se avecinan más muertes forestales dramáticas, advierten Hartmann y sus colegas. Es fundamental determinar dónde y cuánto abarcará esta matanza selectiva; los bosques son hogares esenciales para la vida terrestre y actúan como aires acondicionadores planetarios absorbiendo hasta un tercio de las emisiones de combustibles fósiles que la humanidad produce cada año. Algunos expertos predicen que si la extinción de árboles se acelera y expulsa más carbono al aire, los bosques podrían convertirse en productores netos de dióxido de carbono, acelerando el cambio climático.
Pero pronosticar el futuro es un desafío gigantesco —hasta el punto que es probable que las principales predicciones climáticas del Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático (IPCC) subestimen en gran medida la mortandad de árboles provocada por la sequía—. Los científicos ni siquiera saben cuántos árboles están muriendo en la actualidad; en general solo registran muertes en sitios bien estudiados, por lo que es probable que muchas muertes pasen inadvertidas.
Y, lo que es más importante, gran parte del conocimiento científico sobre cómo responden los árboles a la sequía está desactualizado y se basa en una consideración incompleta de la fisiología de los árboles, lo que dificulta la construcción de modelos precisos. Anticipar lo que depara el futuro significa desentrañar los procesos silenciosos que se desarrollan dentro de los cuerpos de los árboles mientras sufren en un clima más cálido y seco y, en última instancia, comprender cómo mueren.
Observando los impactos de la sequía en acción
Puede parecer extraño que los científicos aún no sepan exactamente cómo hacen las sequías para matar a los árboles. Sin embargo, rara vez tienen la oportunidad de monitorear la muerte de un árbol de principio a fin, porque pueden pasar años, incluso décadas, hasta que un árbol sucumba, y muchos mueren de poco sin que se note.
En parte, esto es lo que hace que el monitoreo en Hölstein sea tan valioso. Si un árbol muere en este bosque, los científicos lo oirán alto y claro.
Después de conducir por una carretera serpenteante cerca de Basilea, junto con Peters, fisiólogo forestal de la Universidad de Basilea, y David Steger, que hace un doctorado en la misma institución sobre las respuestas a la sequía subterránea, llegué al recinto antes del amanecer de un jueves de mediados de octubre. Nos ponemos cascos, en parte para protegernos de la caída de ramas de haya dañadas por la sequía, y los científicos entran en acción. Steger busca las coníferas que se van a inspeccionar e ilumina sus troncos con una linterna para que el ecofisiólogo Günter Hoch, desde lo alto de la góndola, pueda maniobrar hacia las copas de los árboles y recoger muestras de ramitas.
Entrecerrando los ojos en la oscuridad veo instrumentos adosados a los árboles que monitorean regularmente sus signos vitales: el encogimiento y la hinchazón de la corteza a medida que los árboles beben, el movimiento de la savia desde las raíces hasta las hojas, la circunferencia general del tronco. Los árboles cargados de artilugios dan la impresión de una gran Unidad de Cuidados Intensivos al aire libre.
Hoch deja caer una bolsa llena de ramitas, y Peters y yo nos dirigimos a una pequeña cabaña para tomar una medida clave: el potencial hídrico de la hoja, un indicador del nivel de estrés que tiene un árbol. Las hojas están llenas de pequeñas válvulas llamadas estomas, a través de las cuales los árboles transportan dióxido de carbono y oxígeno y dejan salir el agua; al igual que ocurre con el sudor, esta pérdida de agua enfría el árbol. Cuando el agua sale, genera una presión negativa que succiona más agua a través del xilema —los canales que transportan el agua por el interior del tronco y las ramas— hacia las hojas. Medimos esa presión negativa, también llamada tensión.
Los potenciales hídricos de las hojas generalmente son negativos, pero cuanto menos negativos sean, mejor. Cuando se miden antes del amanecer, muestran si los árboles pudieron rehidratarse durante la noche, reponiendo el agua que perdieron el día anterior. Por eso estoy aquí a las cinco de la mañana, observando cómo Peters evalúa el estado de las ramitas de abeto rojo (Picea abies), abeto blanco (Abies alba) y pino silvestre (Pinus sylvestris). Introduce cada ramita en una cámara hermética y lentamente deja entrar aire presurizado hasta que brotan burbujas de savia del extremo cortado de la ramita. La cantidad de presión que se necesita para que eso suceda es igual a la tensión del agua que estaba experimentando esa rama.
Peters parece complacido al descubrir que los valores de potencial hídrico de esas muestras están relativamente altos, en el rango de -0,6 a -0,7 megapascales. Gracias a las lluvias recientes, los árboles se habían recuperado del agotador verano del año, cuando el potencial hídrico de sus hojas se había desplomado a -2 megapascales porque estaban deshidratados. “Son árboles bastante felices”, dice Peters.
En los brutales verano y otoño de 2018, los científicos observaron cómo los potenciales hídricos diurnos en las ramas de 10 abetos que estaban monitoreando en el bosque caían por debajo de -2,3 megapascales. Evidentemente, la sequía, acompañada de una ola de calor, había llevado a los árboles al límite. El aire caliente puede contener exponencialmente más agua que el aire más frío, lo que lleva a una situación en la que, grado a grado, se extrae más humedad de los estomas y del árbol en su conjunto. Los árboles pueden cerrar sus estomas para detener esta pérdida de agua, pero aun así algo de agua se escapa.
El equipo piensa que una vez que las raíces se quedaron sin agua, el abeto comenzó a deshidratarse, porque se agotaron sus reservas internas y perdió agua a través de sus agujas. La presión sobre las columnas de agua de los árboles se hizo tan grande que el agua líquida se vaporizó, creando bolsas de aire llamadas embolias que obstruyeron el xilema. Si un árbol tiene demasiadas embolias, todo el sistema de transporte de agua dejará de suministrar agua al dosel cuando la humedad del suelo vuelva a estar disponible, dice Kahmen —que es lo que sucedió con cinco abetos cuyo potencial hídrico había caído por debajo de -7 megapascales—. Murieron por falla hidráulica; esencialmente de sed. “Los procesos que observamos en el abeto fueron bastante notables y nunca antes vistos”, dice Kahmen. “Es inusual demostrar que la falla hidráulica es realmente el único mecanismo para la mortalidad”.
Los hallazgos, publicados en 2021, sugirieron que el abeto común es mucho más vulnerable a la sequía de lo que se pensaba anteriormente —lo cual es un problema, porque el árbol se planta en gran parte de Europa para obtener madera—. El trabajo también alimentó un acalorado debate sobre cómo exactamente hace la sequía para matar a los árboles. Aunque a menudo se piensa que la falla hidráulica es el golpe fatal —y ciertamente lo fue para el abeto común—, algunos científicos sostienen que, primero, la sequía puede hacer que los árboles mueran de hambre. Los árboles queman sus reservas de energía más rápido a temperaturas más cálidas porque su metabolismo se acelera. Y si han cerrado sus estomas para protegerse de la pérdida de agua, no pueden enfriarse ni absorber tanto dióxido de carbono como necesitan para realizar la fotosíntesis y producir azúcares para procesos esenciales como el metabolismo, la absorción de agua y la reparación de embolias. Es un círculo vicioso que, a su vez, los hace más propensos a sufrir fallas hidráulicas.
¿Cuánto de esto se reduce a morir de hambre versus deshidratación? ¿O depende de la especie? Obtener una respuesta no es diferente a descifrar la causa última de muerte en personas que tienen múltiples condiciones de salud entrelazadas, dice Alana Chin, ecofisióloga de árboles en ETH Zürich. “Esto es parte de por qué nos sorprenden estos eventos de mortalidad de árboles: porque no estamos totalmente seguros de cómo funciona”.
Trucos de supervivencia
La muerte es el final del camino. Pero, para empezar, una pregunta igualmente importante es qué hace que los árboles sean susceptibles a la sequía. Muchos árboles tienen trucos para evitar niveles peligrosos de deshidratación y embolias. El pino silvestre, una conífera de aspecto rústico y crecimiento lento, cierra sus estomas rápidamente, al menos en comparación con el abeto. Sus resistentes agujas ayudan a evitar que el agua se escape; sus canales del xilema, a menudo ligeramente más delgados, pueden dificultar el desarrollo de embolias; y el agua almacenada en el tejido de su corteza le ayuda a sobrevivir en épocas secas. “Se trata básicamente de una especie que contiene la respiración”, dice Peters.
El abeto, por el contrario, prioriza la fotosíntesis y el rápido crecimiento a costa de la seguridad; le da más pereza cerrar sus estomas y su tronco tiene menos capacidad de almacenamiento de agua.
El haya europea, una especie de crecimiento relativamente rápido, también es sensible a la sequía, pero puede mudar sus hojas para evitar la pérdida de agua a través de sus estomas, y durante sequías severas puede desprenderse de ramas enteras.
Pero los estomas y el xilema no son toda la historia. Durante la sequía de 2018, Kahmen y sus colegas notaron que a algunas especies les fue notablemente bien a pesar de que dejaban sus estomas bien abiertos. Eso incluye a los robles y lo que Peters llama con orgullo el “súper árbol” de Basilea: el Sorbus torminalis (sorbo silvestre), también conocido como árbol de servicio silvestre. Según sospecha el equipo, el secreto de estos árboles puede ser sus raíces largas que transportan agua desde las capas profundas del suelo que no pueden alcanzar especies como las hayas y los abetos, manteniendo estables los potenciales hídricos y la fotosíntesis. Mientras los árboles tengan un tubito para sorber en el agua, estarán bien, dice Hoch.
Otros factores, algunos de los cuales no se comprenden, también afectan el destino de un árbol durante la sequía. En Hölstein, por ejemplo, las hayas europeas están sufriendo, pero Steger tiene la impresión de que les está yendo mejor en una zona más seca cerca de Berlín —quizás porque allí sus raíces llegan a mayor profundidad—. A esos resistentes pinos escoceses les va bien en los suelos limosos de Hölstein, pero la sequía los ha estado matando en masa en otras partes de Suiza con terrenos más arenosos y de drenaje más rápido.
Presenciarlo es impactante, dice Chin. “Ver al pino silvestre morir por aparente estrés hídrico y en una escala realmente grande... de verdad no es algo que se haya visto antes”.
Diagnosticando la extinción de los bosques
En todo el mundo, los científicos también se han visto sorprendidos por los efectos de sequías más calientes en bosques que se pensaba que eran resistentes.
En 2015, una temporada de lluvias escasas y tardías provocó la muerte de cientos de árboles en un bosque de Guanacaste, al noroeste de Costa Rica, que periódicamente alterna entre estaciones húmedas y secas. Una vez más, las especies más gravemente afectadas fueron las más vulnerables a la falla hidráulica porque, por ejemplo, dejan sus estomas abiertos el mayor tiempo posible, o tienen xilemas propensas a embolias, o raíces poco profundas. “Muchas de las especies que se encuentran allí pueden soportar cinco meses sin lluvia”, dice Jennifer Powers, ecologista forestal de la Universidad de Minnesota. “Pero cuando les das siete meses sin lluvia, no importa si luego llueve dos metros durante la temporada de lluvias”.
Uno de los episodios más sorprendentes ocurrió en 2011 cuando, después de un severo período seco y una serie de olas de calor, los científicos notaron que muchos árboles perdían sus hojas en el bosque de Jarrah del Norte, al suroeste de Australia. Los eucaliptos de allí —el predominante Eucalyptus marginata— rebrotan con entusiasmo después de los incendios forestales y soportan hasta siete meses de sequía cada año, sorbiendo agua subterránea a través de raíces que pueden extenderse a 50 metros (más de 150 pies) de profundidad. La sabiduría popular decía que este bosque era a prueba de bombas, dice el ecologista Joe Fontaine, de la Universidad Murdoch, en Perth. Pero ese año, muchos árboles perdieron sus copas por completo y rebrotaron desde el tronco, solo para dejar el tronco y rebrotar desde la base antes de finalmente morir —“casi como las réplicas de un terremoto”, recuerda Fontaine.
Aunque muchos expertos se sorprendieron, tal vez no deberían haberlo hecho, dice el fisiólogo vegetal Tim Brodribb, de la Universidad de Tasmania. Estos árboles de rápido crecimiento tardan en cerrar sus estomas, su xilema desvía el agua rápidamente, pero es propenso a embolizarse, y beben agua vorazmente hasta que se agota, como probablemente sucedió en el bosque de Jarrah debido a años de disminución de las precipitaciones. “Todo el mundo piensa que los eucaliptos son realmente resistentes, pero en realidad son vulgares pioneros”, dice Brodribb.
El dilema fundamental es que los árboles a menudo tienen que hacer concesiones: pueden gastar su carbono en un crecimiento rápido o en la construcción de un sistema hidráulico fuerte, pero normalmente no pueden permitirse hacer ambas cosas. Los eucaliptos optaron por lo primero —lo que les permitió dominar abrumadoramente la mayoría de los bosques australianos, pero provocó que ahora mueran en masa durante las sequías—. Al contrario, Callitris, un género de coníferas de la familia de los cipreses que está presente en otros bosques de ese continente, ha elegido invertir en su sistema hidráulico, sacrificando su capacidad de volver a crecer rápidamente y competir en un paisaje propenso a incendios.
El xilema de Callitris es tan robusto que cuando Brodribb hizo que un colega hiciera girar un trozo de su tronco en una centrífuga para descubrir cuándo desarrollaría niveles peligrosos de embolia, tuvieron que hacerlo girar a velocidades tan altas que la centrífuga se rompió.
El problema es que muchas especies de árboles han optado por una estrategia arriesgada que puede ser demasiado osada en el actual mundo con calentamiento actual. En un estudio de 2012, Brodribb y sus colaboradores recopilaron información sobre 226 especies de árboles de 81 sitios alrededor del planeta. Recolectaron datos sobre los potenciales hídricos en los que ocurren embolias peligrosas y los potenciales hídricos promedio en los que normalmente se encuentran las especies en la naturaleza. Así hallaron que el 70 % de las especies rondaban muy cerca de este umbral peligroso, porque, por ejemplo, tardaban en cerrar sus estomas, o tenían un xilema débil, o debían trabajar más para rehidratarse debido a sistemas de raíces poco profundas.
Sorprendentemente, esto fue cierto en todos los tipos de bosques analizados. Desde el bosque seco hasta el bosque templado y el tropical, muchas especies de árboles aceptan estar al borde de una falla hidráulica porque les ayuda a superar a otros árboles.
Pero si bien esa estrategia funcionó bien antes del cambio climático causado por el ser humano, las sequías más extremas provocadas por el aumento de las temperaturas actuales son demasiado para los árboles. “La sequía se ve diferente en la Amazonía que en Arizona”, dice el paisajista y ecólogo forestal Craig Allen, de la Universidad de Nuevo México —pero en cada región los árboles se adaptan a las condiciones locales alteradas por el cambio climático, por lo que viven chocando contra los umbrales de lo que pueden tolerar—.
Las temperaturas más cálidas no solo empujan a los árboles al límite hidráulico. Las sequías que provocan potencian otros estresores, como los incendios: una sequía primaveral probablemente contribuyó a la temporada récord de incendios forestales de 2023 en Canadá, por ejemplo. Incluso en los márgenes de la selva amazónica, la sequía está facilitando que la gente queme áreas destinadas a plantaciones y que los incendios se propaguen más lejos — aunque el interior húmedo del bosque aún parece relativamente resistente, dice Adriane Esquivel-Muelbert, ecologista de la Universidad de Birmingham—.
A nivel mundial, algunos estudios estiman que los incendios consumen ahora aproximadamente el doble de cantidad de bosque que en 2001. En 2021 —un año particularmente malo—, los incendios consumieron 9,3 millones de hectáreas, un área del tamaño de Portugal.
Una tormenta perfecta
Para la mayoría de los árboles que mueren durante las sequías, el golpe fatal suelen ser las enfermedades o los insectos como los escarabajos de la corteza. Eso es así tanto para los abetos europeos como para especies excepcionalmente resistentes como los pinos de cono erizado y las secuoyas gigantes de la Sierra Nevada de Estados Unidos. Entre 2014 y 2020, el ecologista forestal Nathan Stephenson vio morir 33 secuoyas gigantes. Sospecha que una combinación de fuego y sequía interrumpió el flujo de agua hacia las copas de los árboles, dejándolos incapaces de expulsar resinas que funcionan como defensa contra los escarabajos. Una especie de estos insectos que nunca se ha sabido que matara a las secuoyas luego invadió estos árboles desde la corona hacia abajo. “Lo que finalmente eliminó a estos árboles fue un escarabajo de la corteza nativo que era demasiado débil para matarlos en condiciones normales, pero que finalmente pudo eliminarlos en condiciones extremas”, dice Stephenson, científico emérito del Servicio Geológico de Estados Unidos.
Esta constelación de crisis también abunda en las regiones montañosas del norte de Nuevo México, donde Allen ha estado documentando los impactos de una megasequía regional que empezó en 2000. La región ya había sufrido sequías regulares. Pero esta vez, un siglo de extinción de incendios y una acumulación masiva de vegetación densa durante un período húmedo anterior —junto con temperaturas más cálidas que se iniciaron con la sequía— provocaron que se desatara el infierno, dice Allen.
Con el calor, las poblaciones de escarabajos de la corteza explotaron, y más larvas sobrevivieron al invierno para dar lugar a más generaciones en una temporada. Entre 2002 y 2004 devoraron más de un millón de hectáreas del piñón (Pinus edulis) y otro tanto del pino ponderosa (Pinus ponderosa) en el suroeste. Es probable que los árboles no pudieran reunir suficiente carbono o agua para producir la resina que normalmente los protegería. Los incendios se hicieron un festín con la densa vegetación.
Una y otra vez, los densos y vigorosos rodales de coníferas que Allen conoce desde hace décadas se transformaron en arbustos y pastizales, con tan pocos árboles en algunos lugares que hoy dejan ver las cadenas montañosas más próximas, a decenas de kilómetros de distancia. “Muchos de mis árboles y bosques favoritos de los años ochenta y noventa ya no están vivos”, dice. “Sé que los ecosistemas son dinámicos —lo sé intelectualmente—. Pero una cosa es saberlo y otra es vivir la magnitud de las transformaciones que han ocurrido en este paisaje”.
Un futuro incierto
Hasta hace poco, muchos científicos creían que, en general, el aumento de las emisiones de carbono sería una buena noticia para los bosques, por la simple razón de que las plantas necesitan dióxido de carbono para crecer. Si hay más en el aire, obtienen más dióxido de carbono por cada molécula de agua que pierden —lo que les permite desarrollar tejidos más rápido y utilizar el agua de manera más eficiente—.
Por eso, los primeros modelos computacionales de crecimiento de la vegetación bajo el cambio climático mostraron un reverdecimiento generalizado del planeta —y, de hecho, estudios satelitales recientes evidencian que hubo una expansión de la vegetación mundial durante los años de 1980 y 1990—.
Pero es cada vez más claro que estos beneficios pueden verse superados por los efectos de calentamiento de las emisiones de carbono. De acuerdo con un estudio de 2019, la ecologización global se detuvo hace más de 20 años y la vegetación ha ido disminuyendo desde entonces, todo debido a los efectos amplificadores de la sequía por el calentamiento.
A medida que la atmósfera se calienta, tiene más sed, y esta relación es exponencial, de modo que por cada grado Celsius de calentamiento, la atmósfera puede contener 7 % más de agua. El dióxido de carbono extra es de poca utilidad para los árboles, que cierran sus estomas para protegerse de la pérdida de agua o que están muriendo directamente debido a sequías intensas.
Y algunos estudios sugieren que los árboles no pueden producir madera bajo demasiado estrés por sequía, incluso cuando están realizando la fotosíntesis; en cambio, pueden expulsar el carbono a través de sus raíces. Entonces, en lugar de darse un festín con el dióxido de carbono y ayudar a contrarrestar el cambio climático, los bosques podrían sufrir en gran medida las elevadas emisiones. Y cuando se pudran o se quemen, arrojarán carbono de vuelta al aire, amplificando el calentamiento global.
El nocivo trío de sequía, insectos y fuego “podría marcar la diferencia entre convertir la superficie terrestre de un sumidero de carbono a una fuente de carbono”, dice Anna Trugman, ecologista del cambio global de la Universidad de California, en Santa Bárbara.
Rodillas débiles y futuro inestable
En Hölstein, los científicos son muy conscientes de estas interrogantes. Antes de dejar el lugar, Peters y yo subimos una serie de escaleras dentro del andamio de la grúa y observamos cómo Steger, en la góndola, usa un dispositivo para medir las hojas de las coníferas y determinar su índice de fotosíntesis.
Desde esa altura —en la que Peters claramente se siente bastante cómodo, pero donde mis rodillas se vuelven decididamente tambaleantes— tenemos una buena vista de los techos de lluvia de plástico, apuntalados como invernaderos sobre el suelo del bosque. Peters dice que, si se producen sequías más extremas, serán reacios a utilizar los techos por temor a que algunos árboles mueran inmediatamente.
En este momento, los científicos no saben cuántos árboles sucumbirán a la sequía. De hecho, a pesar de las dramáticas historias de bosques devastados, algunos investigadores siguen siendo reticentes a decir con certeza que las mortandades provocadas por la sequía son una tendencia que empeora, simplemente porque, para saberlo, no hay suficientes datos sobre las pérdidas de árboles a nivel mundial.
Desde 2010, Allen y otros han estado compilando una base de datos de muertes forestales reportadas debido al calor y la sequía en todo el mundo. La base de datos se inició con 88 episodios y ahora incluye más de 1.300. Pero ese no es un panorama completo de lo que está sucediendo en los bosques del mundo, dice Hartmann. Algunos de los bosques más grandes de la Tierra —los bosques boreales y tropicales— están poco estudiados.
También es muy difícil predecir qué tan graves podrían ser las mortandades en el futuro, porque las simulaciones matemáticas utilizadas para predecir las respuestas de la vegetación se basan en suposiciones obsoletas sobre cómo responden los árboles a la sequía, dice Hartmann. Recientemente, cuando él y sus colegas utilizaron un “modelo dinámico de vegetación global” para ver si podía anticipar alguno de los impresionantes eventos de extinción en lugares como Alemania, Australia y el suroeste de Estados Unidos, no logró predecir la historia de extinción ni siquiera de uno de ellos de manera confiable.
La mayoría de los modelos de vegetación no incorporan los procesos hidráulicos que Kahmen y otros ahora están aprendiendo que son críticos para la supervivencia de un árbol, porque son complejos y aún no se comprenden del todo. En cambio, se centran en gran medida en procesos que ocurren en las hojas, como la fotosíntesis. Cuando los árboles mueren en estos modelos, normalmente lo hacen a causa del hambre, cuando sus estomas están cerrados y no pueden obtener suficiente carbono. Y muchos investigadores, incluido Hartmann, creen que es poco probable que esa sea la única causa de muerte durante la sequía.
Trugman dice que, de a poco, los modeladores se están poniendo al día y han comenzado a incorporar métricas que reflejan el estrés en el sistema hidráulico de un árbol, como la rapidez con la que un árbol pierde su capacidad de transportar agua. Ella señala un modelo descrito en un estudio de 2018 que predijo correctamente cuándo los árboles individuales en un campo de investigación alcanzarían una falla hidráulica. Pero ha resultado un desafío hacer esto a escalas espaciales más grandes. Una gran incógnita es el vasto y dinámico mundo de las aguas subterráneas, cuánto hay disponibles para los bosques y qué tipos de árboles tienen raíces capaces de alcanzarlas.
Tendrán que pasar años, agrega Trugman, antes de que los procesos hidráulicos se comprendan y modelicen lo suficientemente bien como para que se representen adecuadamente en las predicciones de mortandad para las grandes proyecciones de cambio climático del IPCC, que están pensadas para orientar las políticas gubernamentales.
Otro misterio es la magnitud que tendrán en el futuro estresores agravados como incendios forestales e invasiones de insectos; estos últimos tampoco se reflejan en ninguno de los modelos del IPCC. Hay muchas especies de escarabajos de la corteza y los investigadores saben poco sobre cómo responderá cada una al cambio ambiental. “Vamos a ver nuevas interacciones que no habíamos visto antes”, dice Stephenson. “En algunos casos, ser capaces de anticiparlas será imposible”.
Un último elemento difícil de predecir es lo que ocurrirá después de la masacre causada por la sequía. A Allen no le preocupa que la vegetación leñosa desaparezca del planeta. Lo que más le preocupa es que se pierdan las estructuras forestales históricas del planeta, sobre todo los árboles altos y viejos, que suelen ser los más vulnerables a la sequía.
Allen espera que muchos bosques se vuelvan más jóvenes y más bajos, y no contengan tanto carbono. Algunos se reducirán, como en Nuevo México, donde algunas especies están siendo empujadas hacia las cimas de las montañas a medida que las elevaciones más bajas se vuelven menos tolerables. Otros, en los trópicos, sufrirán cambios a medida que los árboles muertos sean reemplazados por ejemplares más tolerantes a la sequía, lo que posiblemente haga que esos bosques sean más resilientes en general. Por muy catastróficas e impactantes que puedan ser las muertes de árboles, en última instancia son parte de un proceso necesario para que los bosques se adapten en tiempo real a las presiones a las que se ven sometidos. “Los ecosistemas”, dice Allen, “se están reorganizando como deben”.
Nadie sabe con seguridad cómo serán estos bosques del futuro. Aunque el mundo necesita predicciones ahora, los científicos deberán esperar respuestas que solo los árboles pueden darles.
Este artículo apareció originalmente en Knowable en español, una publicación sin ánimo de lucro dedicada a poner el conocimiento científico al alcance de todos. Suscríbase al boletín de Knowable en español