Hace 40 años, en medio de una de las peores crisis financieras del continente, se propuso el intercambio de deuda externa por inversiones ambientales. En la COP28, países en desarrollo intentan romper con el tabú que rodea al tema.
Por Pablo Correa
La idea de intercambiar deuda por naturaleza, que hoy vuelve a rondar entre los pasillos y salas de la Expo City de Dubái, donde se lleva a cabo la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, tiene la misma edad del primer computador Macintosh (1984). Nacieron al mismo tiempo que en Latinoamérica comenzaba a sonar de fondo el primer disco de Soda Estéreo, se pateaban balones Mikasa en los partidos de barrio y los reptiloides de V Invasión Extraterrestre aparecían en televisión.
La diferencia, claro está, es que el Macintosh y sus competidores han evolucionado dramáticamente hasta coquetear con la inteligencia artificial y la computación cuántica mientras Latinoamérica sigue endeudada, devorando sus ecosistemas y tratando de convencer a sus acreedores de que por fin podrán adoptar esta vieja idea.
Los ochentas fueron años difíciles para la región. Tanto que luego la llamarían “la década perdida”. La mayoría de gobiernos estaban al borde de la bancarrota luego de cuadruplicar su deuda externa sin sospechar la crisis de petróleo que se avecinaba. Michael Ochiolini, en un clásico artículo del Banco Mundial escrito en 1990 sobre las deudas por naturaleza, le atribuye al ecologista norteamericano Thomas Lovejoy haber lanzado la idea en medio de esa agitación financiera. Lovejoy lo hizo desde las páginas de The New York Times:
“Pero, ¿por qué no utilizar la crisis de la deuda -que parece acercarse al bloqueo financiero- para ayudar a resolver los problemas medioambientales? Por ejemplo, las naciones deudoras dispuestas a proteger los recursos naturales podrían optar a descuentos o créditos sobre sus deudas”.
El argumento central de Lovejoy era simple. Para mantener su economía a flote, Latinoamérica estaba aumentando la exportación de materias primas, lo cual significaba más depredación ambiental. Crear un mecanismo para reducir la deuda exigiendo reinversión en conservación era una solución win-win. Los deudores lograban un respiro. Los acreedores evitaban una suspensión de pagos. Y la naturaleza se conservaba.
Para 1990, los canjes de deuda por naturaleza no superaban los 79 millones de dólares (ocho acuerdos) frente a 1.300 millones de dólares de deuda externa. Sin embargo, y aunque estaba claro para los economistas que esos acuerdos nunca reducirán sustancialmente la deuda externa de los países en desarrollo, lo que sí podían hacer era “aumentar drásticamente la cantidad de fondos destinados por el país deudor a la protección del medio ambiente”.
Bolivia fue el primer país en firmar un acuerdo en 1987. Conservación Internacional adquirió una deuda de 650.000 dólares del Citicorp Investment Bank por 100.000 dólares y el gobierno boliviano se comprometió a preservar la Reserva de la Biosfera Estación Biológica del Beni, una extensión de 135.000 hectáreas de selva amazónica y sabanas de Moxos.
¿Qué pasó desde entonces hasta hoy?
En un análisis publicado en 2022 por el Fondo Monetario Internacional, donde se reseñaban más de 100 operaciones de canje de deuda, se concluía que “el volumen total de alivio de la deuda que han generado ha seguido siendo modesto” con un valor cercano a 2.600 millones de dólares que ha financiado un gasto relacionado con el desarrollo o la naturaleza de unos 1.200 millones.
“La razón principal ha sido el pequeño tamaño de las transacciones”, explicaron sus autores, “la mayoría de los canjes de deuda se han situado en el rango de dos dígitos de millones de dólares estadounidenses”. Para tener un punto de comparación, el Plan Brady que se gestionó en 1989 por parte del gobierno norteamericano para reestructurar la deuda latinoamericana, supuso una reducción cercana a los 65.000 millones de dólares.
La historia hasta aquí parece haber dejado algunas enseñanzas según estos mismos autores. En primer lugar, los canjes de deuda por naturaleza han estado históricamente vinculados “a proyectos específicos que debían identificarse, estructurarse y supervisarse. Crear esos proyectos y las estructuras de gobernanza asociadas ha sido costoso”. Y, en segundo lugar, “el volumen de deuda en manos de acreedores que podrían estar interesados en los canjes de deuda ha seguido siendo relativamente pequeño”.
Y aunque los canjes de deuda por naturaleza parecían haber quedado como un nostálgico recuerdo de los ochentas, como los peinados tipo “lf”, los nuevos retos ambientales, principalmente la necesidad de instrumentos para reforzar las finanzas climáticas, los han traído de vuelta.
Esta semana, en el marco de la COP28, el Banco Africano de Desarrollo, el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) y la Corporación Financiera Internacional para el Desarrollo (CFDI) de EE.UU. anunciaron que pondrán en marcha un "grupo de trabajo” para aumentar el número y el tamaño de los canjes de deuda por naturaleza.
The Nature Conservancy, según informó la Agencia Reuters, también formaría parte del nuevo grupo. Se calcula que unos 800.000 millones de dólares de deuda de los mercados emergentes de todo el mundo estarían potencialmente "maduros" para el canje. Entre los principales candidatos figuran Sri Lanka y Zambia, ambos en proceso de reestructuración, así como Kenia, Tanzania, Colombia y otros países amazónicos.
El reciente optimismo por este viejo mecanismo viene impulsado por casos como el de Ecuador que, en mayo de este año, logró el cambio de deuda por naturaleza más abultado de la historia para la protección de las Islas Galápagos. El mecanismo, coordinado por el banco Credit Suisse fue el siguiente: el BID y la Corporación Financiera de Desarrollo de Estados Unidos facilitaron que Ecuador re comprara parte de su deuda pública existente a mejores condiciones.
Este movimiento le permitió a Ecuador ahorrar más de 1.126 millones de dólares. A cambio de este alivio, el gobierno ecuatoriano se comprometió a destinar 450 millones de dólares para crear el Galápagos Life Fund (GLF) que podrá operar por los próximos 18 años en la conservación de estos ecosistemas. Belice y, recientemente, Gabón constituyen otros dos referentes.
De hecho, el argumento de Thomas Lovejoy parece reciclado y sólo ligeramente modificado para adaptarlo a la preocupación ambiental dominante de hoy: la crisis climática.
En un informe de 2022 del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, se argumentaba que “54 de los países en vías de desarrollo más pobres corren el riesgo de no pagar su deuda y de caer en la bancarrota” y 28 de ellos son justamente los más vulnerables al cambio climático. En este grupo figuran 10 países de América Latina y el Caribe. Es decir, que si los acreedores no les ayudan a aliviar su situación financiera salen perdiendo por suspensión de pagos mientras los deudores se hunden aún más en la crisis climática por no tener dinero para invertir en adaptación y mitigación.
De acuerdo con el Proyecto de Alivio de la Deuda para una Recuperación Verde e Inclusiva, al que está vinculada la Universidad de Boston, “los niveles de deuda externa y los pagos del servicio de la deuda se han más que duplicado desde la crisis financiera mundial de 2008. Entre 2008 y 2021, la deuda soberana de estos países aumentó un 177%, pasando de 1,3 billones de dólares a 3,6 billones”.
La Iniciativa de Bridgetown, promovida por el gobierno de Barbados para reformular el sistema financiero global de cara a la crisis climática declaró este año: "No podemos ser buenos rescatando bancos pero malos salvando países".
Entre los nostálgicos por revivir el viejo mecanismo está el presidente colombiano, Gustavo Petro, quien justamente aprovechó una de sus intervenciones en Dubái para volver a llamar la atención sobre el tema: “No hay que pedir limosna, hay que reformular el sistema financiero internacional. Para eso deberían estar estas COPs. Para aliviar la carga fiscal de nuestros países para que puedan invertir en soluciones climáticas”.
La ministra de ambiente de Colombia, Susana Muhamad, explicó durante la COP28 que para que su país logre cumplir con las metas del Acuerdo de París necesitaría invertir entre 3 y 4 puntos del PIB anualmente: “Pero sólo estamos invirtiendo el 0,16%”. Esto, según su análisis, es por la falta de más espacio fiscal: “Si se llegara a un acuerdo político, en vez de pagar anualmente una cifra tan alta en deuda pública se podría invertir mucho más en acción climática durante una década, se aseguraría un flujo de dinero suficiente para cumplir con las responsabilidades de París”.
Jean Paul Adam, Director de Política, Seguimiento y Promoción de la Oficina del Asesor Especial para África del Secretario General de las Naciones Unidas, y quien lidera el Sustainable Debt Coalition, insiste en que ahora se necesita una nueva economía que valore los ecosistemas, “si todos estamos bajo el agua en 50 años nadie va a pagar sus deudas y toda la economía va a fracasar”.
Casi 40 años después del editorial de Lovejoy, cuando una pequeña parte de la banca multilateral acaba de anunciar la creación de “un grupo de trabajo”, cuando más del 70% de la financiación climática se está dando a través de préstamos, tal vez sea más prudente mantener baja las expectativas, entender las dificultades que entraña el mecanismo y no olvidar el meme: “Amiga (Latinoamérica) date cuenta”.
Este artículo es parte de COMUNIDAD PLANETA, un proyecto periodístico liderado por Periodistas por el Planeta (PxP) en América Latina. Fue producido en el marco de la iniciativa "Comunidad Planeta en la COP28".