A más de cinco décadas de su surgimiento y expansión por América Latina, la Teoría de la Liberación recupera fuerza y –de la mano de las comunidades acorraladas por los extractivismos y de sacerdotes que se hacen eco de la “primera encíclica verde”, Laudato Si’– vuelve a recuperar el mensaje cristiano en clave de justicia ambiental. 

Por Fernanda Sández 

Por casi 2.000 años, la Iglesia Católica –por entonces absolutamente mayoritaria en América Latina– se preocupó más por la salvación de las almas que por los entornos y circunstancias en los que esas almas vivían. Hubo, desde luego, figuras disidentes –como Fray Bartolomé de las Casas, quien escribió Brevísima relación de la destrucción de las Indias– que dieron cuenta del arrasamiento que siguió a la conquista de América. 

Fueron minoría y hubo que esperar casi cuatro siglos para que –bajo la forma de la denominada Teología de la Liberación– surgiera en y para este continente una mirada que convirtiera a los textos sagrados en una hoja de ruta. Todo sucedió después del Concilio Vaticano II y de un Papa (Juan XIII) muy consciente de que la alevosa desconexión entre la Iglesia y el mundo exigía una urgente modernización. 

El proceso conciliar implicó más de 2.000 asistentes (o “padres conciliares”, venidos de todo el mundo), dos años de duración, dos Papas (Juan para la apertura y su sucesor, Paulo VI, para el cierre)  y una lengua (el latín) que, para cuando proceso estuvo terminado, ya no era la única en la que hablaba la Iglesia. En efecto, aquel vigésimo primer concilio ecuménico marcó un nuevo rumbo en una institución milenaria y definitivamente hostil al cambio. 

Entre los muchos resultados de aquel encuentro, hubo uno más que simbólico: se pasó de la misa en latín –llena de “ora pro nobis”, “Agnus dei quitoli pecata mundi” y mil frases más que la gente repetía sin entender– a una en lengua vernácula. De repente, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo hablaron fuerte, claro y en paisano. Más aún, el padre oficiante –que había estado por siglos de espaldas a los feligreses– comenzó a dar misa mirando a la gente. Directo a los ojos de sus comunidades. Distraerse entre hostias y pilas bautismales, con el tiempo, dejó de ser opción. El compromiso era ahora con los pobres reales, con los descalzos de carne y hueso. 

El resto ya es historia: el sacudón lo conmovió todo y terminó sintiéndose mucho más allá de catedrales y tiempos. Tanto que se volvió una reacción en cadena: tres años más tarde, en 1968 y con el objetivo de adaptar a la realidad latinoamericana el mensaje del II Concilio, se desarrolló en Medellín, Colombia, la Segunda Conferencia del Episcopado Latinoamericano (CELAM). Y en 1971 vio la luz el que se considera el texto fundacional del movimiento: Teología de la Liberación, del sacerdote peruano Gustavo Gutiérrez

En este texto se consignan los fundamentos de una revolución “desde abajo” que –en tiempos de Guerra Fría– fue mirada con enorme desconfianza tanto por los Estados Unidos como por las oligarquías que eran sus aliados locales. 

Ya desde entonces fue clara la relación directa entre las venas abiertas de esos territorios degradados y las condiciones de vida de quienes los habitaban. Sólo que, con los años, ese vínculo entre la revolución “desde abajo” y la lucha en defensa del ambiente se volvió insoslayable. Pelear en defensa de los pobres fue sinónimo entonces de alzar la voz por los ríos, la selva, los montes. La tierra vuelta metáfora de las vidas que dependían de ella. 

No por casualidad a  Gutiérrez, que en mayo de 2018 cumplió 90 años, el papa Francisco lo felicitó diciendo: “Gracias por todos tus esfuerzos y por tu forma de interpelar la conciencia de cada uno para que nadie quede indiferente al drama de la pobreza y de la exclusión”. ¿Coincidencia? En absoluto. 

En 2019, el Papa Francisco –líder de la Iglesia Católica– visitó la Amazonía en su visita a Perú. Laudato Si’, encíclica escrita por el pontífice, aún resuena en América Latina. (Foto: redamazonica.org)

De texto sagrado al texto sangrado

Volviendo a los días posteriores al Concilio, todo fue por entonces una revolución. En un proceso de bajada de la Biblia a la tierra, cerca del sufrimiento y de las luchas de lo que el pensador uruguayo Eduardo Galeano bien llamó “los nadies” (“los hijos de nadie, los dueños de nada. Los ningunos, los ninguneados. Corriendo la liebre, muriendo en vida”), parte de la Iglesia de Latinoamérica dejó de lado la salvación personal y apostó a la redención colectiva. A la lucha por el Paraíso en la Tierra. 

Sin embargo, la prédica de muchos de esos sacerdotes fue percibida como una amenaza, ya no sólo por los gobiernos autoritarios que pulularon en la década de 1970 sino también por la misma jerarquía de la Iglesia católica, más preocupada por resistir los embates del comunismo que por escuchar a sus fieles. Como decía –no sin ironía– el sacerdote Elder Cámara, único brasileño candidateado cuatro veces al Premio Nobel de la Paz: “Cuando doy de comer a un pobre soy un santo. Cuando pregunto por las causas de su pobreza, soy un comunista”. 

Todo, con el tiempo, se volvió salvaje. En pocos años, el clima político se enrareció y una sotana ya no fue garantía de nada. Así, en mayo de 1974, en Argentina, un grupo armado de extrema derecha asesinó a balazos al sacerdote Carlos Mugica, parte del movimiento de Sacerdotes del Tercer Mundo. Dos años más tarde, también en Buenos Aires, un grupo paramilitar ejecutó a tres curas y a dos seminaristas palotinos. 

Pero tal vez fue el asesinato en plena misa de Oscar Arnulfo Romero, arzobispo de El Salvador, lo que marcó un límite sangriento para esta Iglesia comprometida con su pueblo. 

Con todo, los sacerdotes “en opción por los pobres” nunca se detuvieron sino que ajustaron sus acciones a un nuevo y más hostil paisaje. Los dos papados siguientes (Juan Pablo II y Benedicto XVI) volvieron a colocar a la Iglesia en su tradicional distancia con respecto al mundo. Hasta que la llegada al Vaticano de un cura venido desde el sur del sur y con una propuesta radicalmente distinta (“Hagan lío”) reavivó el mensaje del Concilio Vaticano II. 

El sacerdote católico Óscar Arnulfo Romero, más conocido como monseñor Romero, era reconocido por sus homilías a favor de los derechos humanos. (Foto: PROVEA)

Del rojo al verde, la lucha no se pierde

Hoy, al impulso de viejas demandas reescritas bajo nuevas lógicas y a la luz de textos-faro como Laudato Si’ (Loado seas, frase tomada de un texto de San Francisco de Asís y título de la carta encíclica del Papa Francisco considerada la primera “encíclica verde” por su defensa abierta de la Naturaleza y el llamado a cuidar de “la Casa Común”), el espíritu de la Teología de la Liberación parece volver a latir en distintos puntos de nuestra América. 

En cada marcha, en cada discurso, en cada mensaje, son los sacerdotes unidos a sus comunidades y los curas de base lo que se colocan al frente de muchas disputas ambientales. Con una particularidad para nada menor: los sacerdotes alguna vez acusados de “rojos”(comunistas) son ahora rebautizados como “verdes” (en el sentido de ambientalistas) y reciben ataques y amenazas que a menudo se extienden a sus comunidades. 

Los curas acompañaron los reclamos contra la minería en Esquel desde el principio, hace de esto ya más de dos décadas, y sostuvieron ese reclamo en el tiempo. En 2012, por ejemplo, los sacerdotes de la prelatura de Esquel (Chubut, Argentina) se manifestaron  abiertamente en contra de la megaminería y, seis años después, el cura Antonio “Tono” Sánchez Lara tuvo el extraño privilegio de participar de una “cumbre” de referentes políticos y empresarios mineros en Chubut. Allí, no bien tomó el micrófono, repudió la represión a los vecinos y dijo que “la empresa miente, la empresa compra conciencias”. 

El tiempo pasó pero el padre, un cura salesiano, sostuvo y fortaleció su compromiso porque, como él mismo dice:

“Los partidarios de la megaminería nos acusan, a los que no deseamos la minería a cielo abierto, con explosivos y químicos, de ser alimentados por el gobierno, de no vivir en la meseta, de no entender sobre minería, de tener una vida fácil y segura. No es así, señores megamineros. Muchos vivimos y compartimos la vida, las ilusiones, las luchas y las esperanzas de la meseta. Muchos no estamos de acuerdo con la megaminería y la extracción de metales de nuestro suelo”.

En ese sentido, uno de los casos más emblemáticos es el de Antonio Juan López, un defensor del ambiente y responsable de la Pastoral Social en Tocoa, Honduras, quien fuera asesinado en diciembre de 2024 a la salida de la iglesia. López conocía y releía Laudato Si’, aparecida en 2015, el texto donde la máxima autoridad de la Iglesia católica habló no sólo de lo que denomina “pecados contra la Creación” –en referencia al daño ambiental del que en mayor o menor medida todos y todas somos responsables– sino que también de otro concepto clave: la “conversión ecológica”. 

Signo de los tiempos, parecería ser que hoy el eje de la discusión ya no pasa tanto por cuestiones de fe, de mostrarse fiel a una determinada religión, sino más bien por volver a creer en la naturaleza como un gesto de Dios a la Humanidad. De allí, también, la obligación de protegerla y respetarla. 

Pero que Laudato Si’ haya resonado como resonó en América Latina es cualquier cosa menos casual, sobre todo recordando los cinco siglos de despojo y saqueo que acumula el continente. Lo primero que se fue hacia Europa fueron el oro y plata; más tarde fue el turno del petróleo, el hierro y el cobre. 

Y hoy, al compás de la reconversión energética, el mundo desarrollado requiere de tierras raras y de minerales –no por casualidad bautizados como “estratégicos”– cuyos depósitos se concentran en el sur del mundo. Así, según datos del Servicio Geológico de los Estados Unidos, 61% del litio que se requiere para las baterías, 45% del cobre y 34% de la plata que se necesitará para mover un mundo sin gas y sin petróleo están en América Latina. Sí, en la región más desigual del planeta. 

El sacerdote Juan López fue defensor ambiental y líder comunitario asesinado en Honduras en 2024. (Foto: Consejo Episcopal Latinoamericana y Caribeño - CELAM).

Vamos caminando: iglesia y pueblo en defensa de la vida

En ese contexto, y desde la mirada sintetizada en Laudato Si’, cada pecado capital se reescribe en clave ecológica y es justamente ese gesto de “dueñidad”, el pensarnos amos y señores de un planeta que no nos pertenece, lo que termina comprometiendo el futuro. 

Pero también lo que impulsa a la acción porque, ¿cómo sería posible desanclar la lucha por la justicia social de lo que la precede: la lucha por la justicia ambiental? ¿Cómo se podría –en un mundo dividido en tajadas entre los poderosos de turno, que necesitan indefectiblemente de los recursos de todos– hablar de educación, equidad o de derechos humanos cuando ni siquiera el aire o el agua son ya bienes comunes? Sin embargo, es precisamente de esa lucha desigual de donde saca sus fuerzas esta revolución discreta que recibió el gran espaldarazo con la aparición de la “encíclica verde”. Hay también otras señales, como el cambio en las directrices financieras FinAnKo (“inversiones financieras según criterios eclesiásticos”) que señalan hoy que invertir en oro es tan poco ético como hacerlo en petróleo o en armas.

No sólo eso: hitos como la firma del Acuerdo de París fueron también importantes para fortalecer la lucha que hoy toma mil rostros. Desde los compromisos más orgánicos –como el reciente documento de las conferencias episcopales del Sur Global de cara a la COP 30, a realizarse en noviembre de 2025– hasta  expresiones locales de defensa de la Casa Común, hoy las iglesias de América Latina escriben la historia de esta Teoría de la Liberación 2.0. Contra el silencio y el negacionismo, publican documentos, acompañan movilizaciones y también hacen una crítica ética de los extractivismos.

“No les importa la inflación, no les importa el trabajo de la gente, no les importa hipotecar el futuro del país, no les importa el cuidado de la tierra, los proyectos mineros que hipotecan el agua y la tierra. Se lo pedimos de corazón a Dios, a través de Ceferino: ¡Escuchen a la gente! Que haya un diálogo transparente. Y no hablen de audiencias públicas, que son obras de teatro con actores pagos”, reclamó hace un año con voz firme Alejandro Benna al cierre de la peregrinación en honor a Ceferino Namuncurá, el “santito gaucho”. 

Parecía el discurso de un activista ambiental pero no: Benna es el obispo del Alto Valle en Río Negro, Argentina, y su fervor es cualquier cosa menos casual. Como pastor en una de las regiones más acechadas por los extractivismos, conoce de primera mano el impacto de estos en las comunidades. Justamente por eso, lejos de entrar en el modo celebratorio de las autoridades locales y nacionales frente al Régimen de Incentivos a las Grandes Inversiones (RIGI), él y otros curas hablan fuerte y claro en defensa de la Casa Común.

Reunión de líderes y lideresas en Oruro, Bolivia. (Foto: Red Iglesia y Minería)

Otro de ellos es el obispo de Rawson, Roberto Alvarez, quien también expresó dudas sobre los paraísos que suelen prometer las corporaciones  y hasta se animó a hablar de “pasivos ambientales”. La reacción del oficialismo no se hizo esperar y José Luis Espert, uno de los referentes de La Libertad Avanza (LLA), el partido de ultraderecha hoy en el poder, los acusó a ambos de fomentar “el pobrismo”, de oponerse al progreso y hasta de consumir “hostias alucinógenas” sólo por hacerse preguntas sobre el impacto de un posible derrame de petróleo sobre la pesca artesanal, la ballena Franca y las pinguineras. “Dedíquense a las cosas de Dios. No jodan”, cerró su violento mensaje el diputado Espert. 

En El Salvador, en cambio, no son sacerdotes sino la misma Conferencia Episcopal (CEDES) la que le pide al presidente Nayid Bukele que revierta la decisión de volver a la minería metálica y advierte sobre sus “costos mortíferos para el medio ambiente”, mientras que en Brasil el descubrimiento de depósitos de litio en una de las regiones más empobrecidas del sureste del país (el valle de Jequitinhonha) ha puesto en alerta a la comunidad y a sus pastores.

La razón: detrás del boom del “petróleo blanco” se oculta una demanda enorme de agua y un riesgo de contaminación bien concreto. Hay, también, daños colaterales ya visibles, como la disparada de los precios de la comida y del alojamiento, impulsada por la llegada de una importante minera canadiense.

Tan es así que la Comisión Episcopal de Ecología Integral no duda en denunciar la cara oculta de lo que llama sin vueltas “colonialismo energético”. Denuncia, concretamente, que “en el Valle del Jequitinhonha, la llamada transición hacia energías limpias está demostrando ser un proceso de explotación intensa y devastadora, marcado por proyectos mineros y de infraestructura que comprometen los ecosistemas y las comunidades locales”. 

Otro tanto sucede en Perú, donde la iglesia local –encabezada por monseñor Ángel Cárdenas, obispo de Iquitos- se alió con su feligresía para salir en defensa no sólo del agua sino del reconocimiento de los ríos Nanay y Marañón como “sujetos de derechos”. La movilización, bajo la divisa “Surcamos por el agua y la vida”, se llevó a cabo en marzo de 2025 y destacó la necesidad de proteger los sistemas acuáticos de la Amazonía. Y, cómo no, la encíclica Laudato Si’ fue una vez más cita de autoridad inevitable. 

El paisaje de la Iglesia movilizada en defensa de la Casa Común se repite así en muchos otros puntos. Uno de ellos fue Oruro (Bolivia), donde la Red Iglesia y Minería reunió hace un año a 30 líderes comunitarios de Argentina, Brasil y Perú para definir estrategias en defensa del ambiente. 

Se habló de la necesidad de informar y consultar a las comunidades sobre los verdaderos impactos de las nuevas formas del extractivismo. Y, sobre todo, de la urgencia de seguir velando porque “la Casa Común” se convierta en una causa común y realmente nos incluya a todos.  

Este artículo es parte de COMUNIDAD PLANETA, un proyecto periodístico liderado por Periodistas por el Planeta (PxP) en América Latina, del que Ojo al Clima forma parte.  

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