Sin la labor de conservación que realizan los pueblos indígenas, los objetivos climáticos trazados al año 2030 serían imposibles de cumplir. Los bosques en estas tierras capturan y almacenan dióxido de carbono en su biomasa (suelo y vegetación), por lo que juegan un papel clave en pro del cumplimiento de las metas de mitigación a las que los países se comprometieron como parte de sus Contribuciones Nacionalmente Determinadas (NDC, por sus siglas en inglés).
Los bosques resguardados por indígenas en Brasil, Colombia, México y Perú —por ejemplo— capturan más del doble de carbono que las tierras no indígenas, según un informe elaborado por World Resources Institute y Climate Focus.
“Estas tierras secuestran actualmente cantidades equivalentes a una media del 30% de los objetivos incondicionales de las NDC de nuestros países para 2030, a pesar de estar constantemente invadidas por ganaderos, madereros y mineros”, comentó Juan Carlos Altamirano del World Resources Institute.
Estas tierras, que representan al menos el 50% de las tierras del mundo y una parte importante del carbono forestal, proporcionan servicios ecosistémicos valorados en, por lo menos, $1,16 billones al año.
“Los gobiernos han dado por sentado durante mucho tiempo los servicios que prestan las comunidades y sus tierras. Pero las amenazas a las que se enfrentan ahora representan una crisis existencial no solo para las propias comunidades, sino para todos nosotros”, dijo Darragh Conway de Climate Focus.
En el caso de Costa Rica, y según el mapa de Pueblos indígenas, áreas protegidas y ecosistemas naturales de Centroamérica de la Unión Internacional de Conservación de la Naturaleza (UICN), los pueblos indígenas resguardan 5.844 kilómetros cuadrados del territorio nacional.
Poniendo la mirada en la región, en Centroamérica viven 80 pueblos nativos que ocupan el 40% del istmo y el 44% de los bosques son protegidos por ellos, exhibiendo estos un alto grado de conservación.
Sin embargo, los bosques tropicales en Latinoamérica siguen siendo arrasados por la tala, la minería, así como por la expansión agrícola y urbana. Algunos gobiernos han llegado a revertir los derechos de los indígenas a su territorio para allanar el camino a proyectos extractivos. “Desplazar a las comunidades indígenas de sus tierras interfiere y degrada los sistemas bioculturales y naturales, con efectos desastrosos para los ecosistemas que quedan”, declaró Shazabe Akhtar del World Resources Institute.
El informe advierte que, si los países no aplican urgentemente medidas para proteger a los pueblos indígenas, existe el “riesgo de hacer retroceder sus esfuerzos en materia de cambio climático en un 20-30% (por no hablar de otros costes como los daños sociales y la pérdida de biodiversidad irremplazable)”.
Derechos territoriales
Los bosques pueden contribuir hasta en un 37% a los objetivos de mitigación contemplados en el Acuerdo de París. Tanto el Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático (IPCC) como la Plataforma Intergubernamental de Ciencia y Política sobre Biodiversidad y Servicios de los Ecosistemas (IPBES), los órganos científicos de dos de las convenciones ambientales existentes, coinciden en que las prácticas indígenas para gestionar los bosques proporcionan activos para frenar la pérdida de biodiversidad y ayudan a mantener los sumideros de carbono.
Los pueblos indígenas y las comunidades locales poseen al menos 958 millones de hectáreas (ha) de tierra que abarcan el 60% de los bosques tropicales, los cuales almacenan más de 250.000 millones de toneladas métricas de carbono.
Sin embargo, a estas comunidades se les reconoce legalmente derechos en menos de la mitad de esta superficie (447 millones de ha): “Lo que pone en peligro los paisajes que protegen, así como los 130.000 millones de toneladas métricas de carbono que contienen”, señalan los autores de un estudio elaborado por la Iniciativa para los Derechos y los Recursos (RRI), el Centro de Investigación Climática de Woodwell y la Fundación Rainforest de Estados Unidos.
“La falta de reconocimiento de sus derechos les expone a ellos, a sus territorios y al carbono y la biodiversidad que albergan, a las crecientes amenazas de la deforestación y la degradación, acelerando potencialmente las emisiones de una reserva de carbono equivalente a 15 veces las emisiones mundiales de dióxido de carbono relacionadas con la energía en 2020”, continúan.
Otro informe, elaborado por la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO), señala que las tasas de deforestación son significativamente más bajas en los territorios indígenas donde los gobiernos han reconocido formalmente sus derechos. En este sentido, el reporte concluye que “mejorar la seguridad de la tenencia de estos territorios es una forma eficiente y rentable de reducir las emisiones de carbono”.
Los indígenas representan tan solo el 6,2% de la población mundial, pero protegen el 80% de la biodiversidad del planeta y gestionan el 20% del carbono tropical y subtropical.
Asimismo, reciben muy poco financiamiento por los servicios que prestan. Menos del 1% del financiamiento dirigido a acciones de mitigación y adaptación al cambio climático se ha destinado al reconocimiento de los derechos de tenencia y proyectos de gestión forestal. De esa cifra, solo el 17% se ha adjudicado a organizaciones indígenas o comunitarias.
“Las propuestas de mitigación y adaptación al cambio climático que no incluyan los conocimientos ancestrales de los pueblos indígenas para el manejo de los ecosistemas son parciales y perjudican a la humanidad y su capacidad de resiliencia. Mientras tanto, los pueblos indígenas quedamos abandonados mientras protegemos con nuestras vidas lo que queda del mundo natural”, declaró José Gregorio Díaz Mirabal, coordinador de la Coordinadora de las Organizaciones Indígenas de la Cuenca Amazónica (Coica).
La región más peligrosa
Entre 2015 y 2019, la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) reportó 1.223 conflictos en 13 países de América Latina, derivados estos de la afectación de los derechos territoriales de los pueblos indígenas asociados a industrias extractivas como la minería, hidrocarburos, energía y los monocultivos. De hecho, casi dos tercios (63,7%) de ellos se originaron por la minería (43,5%) y los hidrocarburos (20,2%).
“La expresión más dramática de la vulneración de sus derechos es el asesinato de defensores de la vida y los territorios de los pueblos indígenas. Entre 2015 y el primer semestre de 2019, 232 líderes y comuneros indígenas fueron asesinados en el marco de los conflictos territoriales, gran parte de ellos asociados a la industria extractiva. Esto significa que, en promedio, cuatro defensores indígenas son asesinados cada mes en América Latina. Esto es grave”, manifestó Alicia Bárcena, quien fuera la secretaria ejecutiva de Cepal hasta marzo de 2022.
Según el último informe de Global Witness, el 75% de los ataques letales contra activistas ambientales, ocurridos en el 2020, sucedieron en América Latina. Los pueblos indígenas fueron el blanco de más de un tercio de esos ataques.
El 30% de los ataques se relacionaron directamente con la explotación de recursos, incluyendo la explotación forestal, la minería y la agroindustria a gran escala, las represas hidroeléctricas y otro tipo de infraestructura. De hecho, la explotación forestal fue la industria vinculada a la mayor cantidad de asesinatos, contabilizando 23 casos ocurridos en México, Brasil, Nicaragua y Perú. También es la industria que más socava la capacidad de los países para hacer frente al cambio climático, ya que esta acaba con los bosques.
Desde que se aprobó el Acuerdo de París, en 2015, cuatro defensores ambientales han sido asesinados cada semana en el mundo: “Esta impactante cifra es, casi con certeza, una subestimación, ya que es probable que muchos casos no sean denunciados ante las crecientes restricciones al periodismo y otras libertades cívicas”, destaca Global Witness.
Ante este panorama, los autores del informe lanzaron una serie de recomendaciones. Primero, instan a los gobiernos a garantizar la protección de las personas defensoras del ambiente, esto incluye contar con políticas nacionales orientadas a su protección y derogar cualquier disposición legislativa que sea utilizada para criminalizarlas.
También, se pide garantizar el acceso a la justicia, esto mediante “la investigación y el enjuiciamiento de todos los actores pertinentes, incluyendo a los actores corporativos implicados, por la violencia ejercida contra las personas defensoras de la tierra y del medio ambiente”.
De hecho, tanto la protección de los defensores ambientales como el acceso a la justicia son dos de los pilares del Acuerdo de Escazú.
Sin Escazú no hay París
Acuerdo de Escazú es el nombre corto del Acuerdo Regional sobre el Acceso a la Información, la Participación Pública y el Acceso a la Justicia en Asuntos Ambientales en América Latina y el Caribe.
En este tratado internacional, adoptado en 2018, se establecen garantías relativas al acceso a la información, la participación ciudadana y la justicia en asuntos ambientales. Es el primer instrumento internacional vinculante que se desprende de la Declaración de Río. También es el primer acuerdo regional de carácter ambiental de América Latina y el Caribe, además de ser el primero en el mundo en contener disposiciones para proteger a los defensores ambientales.
“El Acuerdo de Escazú es sin duda un hito porque los protagonistas son las personas defensoras. Podríamos resumir el espíritu de Escazú diciendo que si queremos defender el ambiente debemos iniciar por proteger a quienes lo defienden”, dijo la Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Michelle Bachelet, durante su intervención en la Primera Conferencia de las Partes (COP) del Acuerdo de Escazú, realizada del 20 al 22 de abril de 2022 en Santiago de Chile.
Esta primera COP culminó con una declaración que reafirma al tratado como “un instrumento impulsor del desarrollo sostenible y una herramienta fundamental de gobernanza para la elaboración de mejores políticas públicas en la región, con miras a asegurar un medio ambiente sano para las generaciones presentes y futuras”.
“El Acuerdo de Escazú nace como una respuesta ante las necesidades urgentes que vive nuestra región, que se ha transformado lamentablemente en la más peligrosa del mundo para las y los defensores ambientales. Y encarna profundos anhelos de los pueblos de este rincón del Sur Global: son anhelos de paz, son anhelos de justicia, son anhelos de acción decidida ante la crisis climática y la degradación del medio ambiente en la que nos encontramos”, dijo el presidente chileno, Gabriel Boric, en la inauguración de la COP.
“O nos salvamos juntos, o nos hundimos por separado. Yo creo que el Acuerdo de Escazú apunta justamente a la idea de salvarnos juntos, trabajar juntos”, agregó.
En este sentido, los líderes indígenas —agrupados en Coica— no solo instaron a los países que faltan —entre ellos, Costa Rica— a ratificar el tratado sino que también exigieron un mayor involucramiento y participación efectiva en la implementación del mismo.
Su argumento: salvaguardar los derechos de los pueblos indígenas y comunidades locales es invertir en soluciones efectivas ante el cambio climático. Eso pasa por garantizar los derechos territoriales de los pueblos nativos.
Más allá de Escazú
Si bien el Acuerdo de Escazú es, por el momento, el único tratado que protege la vida de los defensores ambientales, este no es suficiente para garantizar bienestar a los pueblos indígenas.
Los pueblos nativos en América Latina y el Caribe padecen desigualdades estructurales, discriminación y racismo. Según un informe de Cepal, para el año 2019, la tasa de pobreza de las personas indígenas ascendió al 46,7% y la de pobreza extrema al 17,3%, equivalentes al doble (2,1 veces) y el triple (3,1 veces) de las respectivas tasas para la población no indígena en el conjunto de los nueve países con información disponible.
Esa desigualdad estructural los puso en clara desventaja a la hora de lidiar con la pandemia provocada por COVID-19: los pueblos indígenas enfrentaron la crisis sanitaria viendo no solo vulnerado su derecho a la salud sino también sufriendo el recrudecimiento de los impactos en materia de empleo, seguridad alimentaria y educación, entre otros.
Mientras lidiaban con la enfermedad, los defensores ambientales siguieron enfrentándose a las tensiones y conflictos derivados de la falta de garantías en cuanto a sus derechos territoriales. La pandemia no detuvo la deforestación en la región y, en muchos casos, esta se vio favorecida por la poca fiscalización por parte de las autoridades, producto a su vez de los recortes presupuestarios.
“Al igual que los médicos y las enfermeras, la policía y los bomberos, los pueblos indígenas y las comunidades locales son los primeros en responder en la primera línea de la lucha para proteger los bosques tropicales que quedan en el planeta”, comentó Wayne Walker del Centro de Investigación Climática de Woodwell.