La biodiversidad es el tapiz de la vida, cuyos hilos no sólo nos enlazan sino que posibilitan la existencia de nuestras sociedades. Pero la rápida extinción de especies por la desaparición de ambientes, la contaminación, el consumo y el cambio climático, nos pone cada vez más en jaque.

Por Marina Aizen

Biodiversidad es un mega concepto que ha ido evolucionando desde los años 80. Se pergeñó entre observaciones de campo y ámbitos académicos para aterrizar, una década más tarde, en ríspidas negociaciones y una convención de Naciones Unidas. 

Se popularizó en los medios y, luego, en redes sociales también. Hoy está tan difundido, que hasta figura en los envoltorios de marcas de chocolate o se toma como criterio para definir (o no) una inversión financiera. O sea: el término puede significar distintas cosas para gente diferente. Pero el lenguaje poético nos ayuda a comprenderlo de un plumazo, porque la biodiversidad no es otra cosa que el tapiz de la vida.

Crédito: Nina Cordero

Un tapiz diverso

La mundialmente reconocida ecóloga argentina, Sandra Díaz, insiste en el uso de esta metáfora para hablar de biodiversidad en vez de naturaleza, porque si bien este último término parece muy intuitivo, históricamente nos ha dejado fuera y lejos de la compleja maraña que la evolución ha trazado en el mundo vivo y de las infinitas relaciones que se establecen en ella. 

Solemos atribuir cualidades de naturaleza a cosas que han sido completamente intervenidas por la actividad humana, como un campo sembrado con girasoles (hoy en día, plantado con semillas genéticamente modificadas) o de vacas y vacas pastando.

La biodiversidad tampoco es un documental de la BBC en alguna geografía remota o la estampa pastoril del envase de leche o manteca. En cambio, el concepto se refiere a “un proceso natural tejido a lo largo de muchos millones de años y en conjunción con los humanos por miles de años. En otras palabras: de toda la vida alrededor nuestro y dentro nuestro, con la cual las personas están intrínsecamente interconectadas”, señala Díaz, investigadora de la Universidad Nacional de Córdoba, en un artículo titulado Biodiversity: Concepts, Patterns, Trends and Perspectives, publicado en el Annual Review of Environment and Resources.

Christopher Anderson, que, entre otras cosas, es editor en jefe de la revista Conservation Biology, propone un ejercicio simple para hablar de biodiversidad: mirarnos a nosotros mismos. Es porque sin la flora y fauna intestinal no podríamos digerir alimentos. “Somos un ecosistema”, dice. 

“Biodiversidad es un término que se acuñó para hablar de vida en todas sus manifestaciones (entre los precursores, estuvo el famoso entomólogo E.O. Wilson, coautor de la Teoría de la Biogeografía de Islas, casi un rock star entre biólogos, naturalistas y ecólogos). Hasta los 80, sólo se pensaba en conservación de especies carismáticas y distintos biólogos que trabajaban sobre este tema querían tener el foco que la diversidad de vida que, por cierto, incluye a las especies pero también la diversidad genética, la diversidad de funciones que cumplen las especies, la diversidad de hábitats, la diversidad de ecosistemas, más la diversidad de paisajes. Este concepto ha permitido a todas esas personas que trabajan en la conservación de la vida tener un foco en común, desde lo genético hasta la biósfera”, agrega Anderson.

La conclusión es que somos porque existen otros. Los ejemplos son infinitos. El polen de las flores de un bosque amazónico rebosante de aves, bichos, hongos, reptiles y animales, es la semilla de las nubes que se convertirán en lluvias. Lluvias que viajarán a la Pampa Húmeda durante los meses de invierno. O sea: que serán comida, economía y posibilitarán relaciones sociales. 

De un modo u otro, participamos de la fiesta de la existencia a través de esas relaciones invisibles de vida que se fueron enredando entre la tierra, los mares y la atmósfera en una larga historia evolutiva, que nunca quizás terminaremos de documentar.

Crédito: Nina Cordero

Hilos rotos

Pero el tapiz de la vida tiene cada vez más agujeros, hilos que cuelgan rotos. Y son grandes. Pensemos, por ejemplo, en ecosistemas arrasados, entre otros, la propia Amazonia (nada menos que el lugar más biodiverso del mundo), los bosques del Gran Chaco Americano, selva Paranaense, los tupidos biomas tropicales en Sumatra, Malasia o el Congo, con todas sus fabulosas especies carismáticas y también las desconocidas. 

Cada uno de ellos es irrepetible y fue mordido y arrancado para sacar minerales, poner monocultivos (soja, maíz, palma aceitera, cacao) o criar vacas. Complejos sistemas evolutivos son reemplazados por un par de especies vegetales o animales, seleccionadas para el mercado. Bloque a bloque, se va modificando la superficie del planeta: el 75% ha sido afectado por actividades humanas. 

Y la vida, esa cadena invisible que todo lo une, se resiente en consecuencia. En 2019, un informe de la Plataforma Intergubernamental Científico-Normativa sobre la Diversidad Biológica y de Servicios de los Ecosistemas (IPBES, por sus siglas en inglés), reveló el alarmante dato de que hay un millón de especies en riesgo de extinción

Si bien la extinción es un fenómeno natural que ha venido ocurriendo desde que la vida apareció por primera vez en la Tierra, la tasa, el volumen y la distribución geográfica de eliminación de formas de vida es entre 1.000 y 100.000 veces más alta que la histórica. 

Las acciones humanas pueden torcer esa trayectoria. Se supone que de eso versa, en última instancia, el Convenio sobre la Diversidad Biológica (CDB). La edición número 16 de las negociaciones ocurrirá en la ciudad de Cali, en Colombia, en el mes de octubre. Por algo, el lema oficial de esta ronda es “hagamos la paz con la naturaleza”.

“La evolución sucede lentamente. Doce mil años es solo un hipo en la escala evolutiva del tiempo. La extinción ocurre más rápido”, señala el autor David Quammen, en La Canción del Dodo. La destrucción de formas de vida a esta escala se ha transformado ya en un riesgo sistémico de tanta gravedad como el cambio climático. Y ambos se retroalimentan. 

Crédito: Nina Cordero

Demasiado riesgo

¿Qué pasa en los ecosistemas cuando las especies empiezan a desaparecer? Anderson vuelve a la metáfora del tapiz. “Este es un conjunto de hilos que en su totalidad hace algo que es funcional, que nos puede servir de abrigo para cubrirnos del frío o podemos ponerlo en una pared como algo bello que adorna nuestra casa. Si empezamos a sacar esos hilos, perdemos funcionalidad. Funciona peor. Pero hay algo muy crucial: perdemos la belleza. En ese sentido, no sólo son fundamentos utilitarios de por qué mantener la biodiversidad, también hay fundamentos morales y estéticos que dicen que nuestra vida es mejor con otras especies. No sólo porque son alimentos o porque nos proveen insumos para la construcción o medicinas, pero también nos genera bienestar en el sentido más amplio”.

La biodiversidad está en el centro de la salud humana. La pandemia de Covid-19 tuvo su origen en las enormes interacciones entre gente y animales silvestres que fueron capturados en bosques y comercializados en condiciones de falta de higiene en el llamado mercado húmedo de la ciudad china de Wuhan. 

En América Latina, las zonas calientes de enfermedades con potencialidad epidémica están donde se tumban los bosques. De hecho, todo el tiempo se están produciendo saltos zoonóticos aunque muchos ocurren sin que se los detecte, en lugares muy remotos.

Paula Ribero Prist, investigadora principal sobre Salud y Conservación de la organización Ecohealth Alliance, señala enfáticamente:  “La biodiversidad actúa como un escudo protector. Por ejemplo, estamos perdiendo especies que pueden controlar la abundancia de poblaciones que transmiten enfermedades. Cuando cambiamos un ambiente, lo que hacemos es seleccionar especies que pueden compartir patógenos con nosotros y transmitirnos enfermedades”.

Por ejemplo, una de esas especies son roedores que transmiten el virus del hanta, que provoca una fiebre hemorrágica que causa mucho sufrimiento y tiene capacidad letal. “Cada vez que reemplazamos un bosque, ponemos una pastura o maíz o soja, la abundancia de los roedores puede incrementarse hasta un 300% comparada con el tamaño normal. Eso quiere decir que la potencialidad de contagiarse también aumenta un 300%”.

La deforestación en la Amazonía está ligada íntimamente a la expansión de la malaria, mientras que la destrucción y fragmentación de la selva Paranaense o Mata Atlántica, aumenta la posibilidad de transmisión de la fiebre amarilla. Una epidemia de este virus causó estragos en la ciudad de Buenos Aires en 1870. Con el bosque en pie, el mosquito no hubiera tenido razón para salir a buscar comida lejos porque hubiera tenido otros animales a los que picar. 

Los bosques son los pulmones del mundo. Sin embargo, es más apropiado decir que los bosques son nuestro sistema inmunitario. Esta frase poderosa resume toda las relaciones. Nuestra salud está relacionada con la del ambiente y la biodiversidad que vive en él. Necesitamos tener biodiversidad para tener una buena producción alimentaria, buena calidad y cantidad de alimentos. Además, es la base de nuestra salud. Necesitamos agua. Y ecosistemas muy diversificados que pueden proveerla. Los necesitamos para nuestro bienestar, nuestra salud mental, los aspectos culturales y para regular enfermedades”, añade Ribero Prist. “Es un planeta, una salud. Tenemos que cuidar del planeta ahora, antes de que sea tarde”.

Crédito: Nina Cordero

La vida o las petroleras

Dos topadoras con un motor a diésel, que escupe gases tóxicos. Una cadena. Y los árboles van cayendo rendidos al suelo, con toda la vida. Se va la sombra, los nidos de las abejas quedan tirados, las hormigas salen espantadas, los animales huyen. Tienen sed. Mueren. El suelo, que es el sostén de la vida misma, comienza un camino de degradación indeclinable. Pero la deforestación, con toda su brutalidad, no es la única amenaza para la biodiversidad.

Además de la pérdida de hábitat, los plásticos y nano plásticos son una amenaza global. Son muy conocidas las imágenes de animales marinos ahorcados con el sujetador de seis latas de cerveza. O los casos de tortugas que mueren con dolor insoportable por intestinos obstruidos por la mera punta de un saché de mostaza, que alguien tiró desprevenidamente en la playa. 

Las partículas más pequeñas de polímeros son aún más difíciles de combatir. Se van bioacumulando en varios organismos y así empiezan a viajar  a través de toda la cadena trófica, llegando con destino final en nuestros cuerpos. La producción de plásticos equivale anualmente al peso de la población humana. Su perpetua producción es la ruta de salida que tiene la industria de hidrocarburos para seguir existiendo, a pesar de su peligrosidad.

El ruido y la contaminación lumínica también figuran entre la lista de amenazas. El ruido afecta a niveles genéticos y celulares, el comportamiento de los individuos, la comunicación entre ellos y la estructura de muchas comunidades, tanto terrestres como organismos acuáticos, como insectos, peces y ballenas. 

La luz afecta al cielo nocturno, muchas veces a miles de kilómetros de donde se produce la fuente. La polución lumínica se extiende al 80% del planeta, pero se encuentra desproporcionadamente en el Hemisferio Norte. Sus impactos se han detectado en microorganismos, hongos, invertebrados, plantas vasculares, y afecta a la fisiología de reptiles, aves, mamíferos. Y ni que hablar de las aves migratorias.

Otras grandes amenazas son: la minería submarina; la dieta basada en gran cantidad de animales y peces; el consumo indiscriminado (como las ropa fast fashion), la obsolescencia programada de miles de millones de aparatos, la pesca a gran escala, el tráfico de especies, la caza, la basura, el comercio internacional, las especies invasivas. 

El cambio climático ha tenido hasta el momento un impacto menor en la pérdida de diversidad, pero su influencia será cada vez más grande a medida que avance la escalada del termómetro, empujando a ecosistemas enteros a un punto en el que no pueden volver atrás. Es el caso del Ártico (el ejemplo del oso polar se volvió un símbolo paradigmático del calentamiento global), los sistemas coralinos (que son los biomas marinos más ricos y maravillosos) y, por supuesto, de la Amazonía. Pasado un aumento de 2 grados respecto de la era preindustrial, todo este bosque hermoso puede secarse y desaparecer, con toda su vida y su rica historia y cultura. No hay forma de reparar el tapiz de la vida con la explotación infinita de combustibles fósiles. Somos nosotros o las petroleras.

“La extinción de especies nos empobrece como sociedades. La restauración debe ser pensada como una restauración socioecológica”, reflexiona Anderson. “Tenemos una oportunidad de restauración con soluciones basadas en la naturaleza. No sólo para salvar especies, sino también tradiciones. La conservación de la biodiversidad va de la mano con el desarrollo sostenible e inclusivo”, agrega. Y el momento de hacerlo llegó: es ahora.

Este artículo es parte de COMUNIDAD PLANETA, un proyecto periodístico liderado por Periodistas por el Planeta (PxP) en América Latina, del que Ojo al Clima forma parte. 

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