A la fecha, más de 36 millones de personas en el mundo han enfermedad a causa de COVID-19 y más de 2,4 millones han muerto. La pandemia no solo se ha ensañado con la salud de las personas sino que también provocó una aguda crisis económica.

De hecho, y según un análisis realizado por la Fundación Gates, en solo 25 semanas, COVID-19 puso freno a 25 años de progreso mundial. Por su parte, el Fondo Monetario Internacional (FMI) proyectó una contracción económica de 4,4% en 2020, mientras que la Organización Internacional del Trabajo (OIT) calculó una pérdida de 195 millones de trabajos a tiempo completo solo en el segundo trimestre de 2020.

Se estima que la pandemia ha costado entre $8-16 billones debido al distanciamiento social y las restricciones de viaje, medidas sanitarias tomadas para evitar los contagios, lo cual representa 6,4% a 9,7% del Producto Interno Bruto (PIB) a nivel mundial.

“Esta no es la última pandemia que vamos a enfrentar”, dijo Gustavo Gutiérrez Espeleta, experto en genética de la conservación y actual rector de la Universidad de Costa Rica (UCR), durante su ponencia en el marco del encuentro titulado “Desafíos de los proyectos locales de conservación en un escenario post pandemia en América Latina”, organizado por Fundación Rufford y MarColab.

Para Gutiérrez, la conservación del entorno natural es quizá la mejor medida para prevenir futuras epidemias. También es la más barata e incluso puede dinamizar las economías locales en pro del bienestar de las comunidades.

Zoonosis y actividades humanas

COVID-19 es una enfermedad zoonótica, es decir, es causada por patógenos que se transmiten de animales silvestres a seres humanos debido al creciente contacto. Se calcula que el 70% de las enfermedades emergentes -como ébola o zika- tienen origen zoonótico.

Actualmente existen 1,7 millones de virus aún sin descubrir, según el informe Escaping the Era of Pandemics, elaborado por 22 expertos convocados por la Plataforma Intergubernamental Científico-normativa sobre Diversidad Biológica y Servicios de los Ecosistemas (IPBES, por sus siglas en inglés). Entre 540.000 y 850.000 de estos virus tendrían la capacidad de infectar a seres humanos.

La degradación del ambiente favorece la zoonosis, manifestó Gutiérrez y agregó: “en la pérdida de biodiversidad es donde está el problema. Los promotores de esa pérdida de biodiversidad son la industria energética y extractiva, el transporte, la sobrepoblación y la agricultura intensiva, que llevan a cambios en el uso del suelo que, a su vez, conllevan a una degradación del ambiente que, de una u otra forma, amortigua todos los efectos perturbadores causados por el ser humano”.

“La pérdida de biodiversidad nos lleva a que especies generalistas propicien una serie de interacciones entre humanos y animales que, de alguna forma, intervienen con enfermedades vectoriales y ahí es donde, a nivel planetario, se tiene el riesgo de pandemia”, explicó Gutiérrez.

Es más, y según el informe de IPBES, este riesgo pandémico está aumentando rápidamente. Cada año parecen más de cinco nuevas enfermedades que afectan a las personas, todas con potencial de propagarse masivamente.

“El riesgo de pandemia está causado por cambios antropogénicos, que están aumentando de manera exponencial. Culpar a la fauna salvaje de la aparición de enfermedades es por tanto erróneo, porque surgen debido a las actividades humanas y los impactos de estas actividades en el medio ambiente”, se lee en el informe.

Los autores del reporte Preventing the Next Pandemic: Zoonotic diseases and how to break the chain of transmission, un esfuerzo conjunto entre el Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA) y el International Livestock Research Institute (ILRI), coinciden en que las actividades humanas han estado históricamente detrás de los brotes.

“La aparición de nuevas enfermedades zoonóticas ha estado asociada a importantes cambios sociales: las epidemias de enfermedades europeas se extendieron por América poco después de la llegada de los europeos en el siglo XVI; el brote de tuberculosis del siglo XIX siguió a la industrialización y urbanización generalizadas en Europa Occidental; la expansión del dominio colonial en África facilitó los brotes de la enfermedad del sueño zoonótica, que mató a un tercio de la población de Uganda y hasta una quinta parte de los habitantes de la cuenca del río Congo en la primera década del siglo XX”, escribieron los autores.

En otras palabras, los cambios en el uso del suelo son los que mayor impacto negativo han tenido, sobre todo desde 1970. Asimismo, son la causa detrás de la cuarta parte de las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) que propician el cambio climático.

Según IPBES, el cambio en el uso del suelo -que incluye deforestación y expansión tanto de la frontera agrícola como urbana- ha contribuido a la aparición del 30% de las nuevas enfermedades reportadas desde 1960, ya que se está invadiendo los entornos naturales y, por ende, se favorece el contacto entre animales y personas.

“Cada vez tenemos más capacidad para prevenir las pandemias, pero la forma en que las abordamos ahora mismo ignora en gran medida esa capacidad. Nuestro enfoque se ha estancado de hecho: seguimos confiando en los intentos de contener y controlar las enfermedades después de su aparición, mediante vacunas y terapias. Podemos escapar de la era de las pandemias, pero para ello es necesario centrarse mucho más en la prevención, además de en la reacción”, destacó Peter Daszak, presidente de EcoHealth Alliance y autor del informe del IPBES, en un comunicado.

Para Gutiérrez, las políticas epidemiológicas actuales no son suficientes. El país debe trabajar en un sistema de prevención más integral, que incluya la conservación de los ecosistemas, para así mitigar el riesgo de epidemias.

Conservar para prevenir

Para Gutiérrez, la vacuna para prevenir nuevos brotes yace en la conservación de los ecosistemas. “La protección de esas condiciones silvestres mantienen el equilibrio y no se da la ruptura que favorece a los patógenos”, dijo.

Ahora bien, no basta con proteger ecosistemas de forma aislada. La salud del ambiente -y, por tanto, la salud humana- depende de la conectividad.

“Yo estoy a favor del 26% de protección que se ha logrado gracias a las áreas silvestres protegidas, pero no es suficiente. Se requiere aún más conectividad. Este es un tema que políticamente tenemos que resolver; si no empezamos a proteger lo que rodea a las áreas silvestres protegidas, pues nos vamos a ver en un problema a muy corto plazo”, enfatizó el rector.

El investigador también resaltó la importancia de intervenir en aquellos paisajes degradados con fines de restauración, ya que la regeneración natural pudiera tomar mucho tiempo y la situación requiere de medidas prontas y oportunas.

Las medidas de conservación -como mecanismo de prevención- también son más baratas en comparación a los costos derivados de atender una pandemia. El informe del IPBES menciona que, mientras el costo anual global de los daños causados por las pandemias alcanza los billones de dólares (se habla que COVID-19 costó $5 billones de PIB en 2020), la asignación financiera anual para la conservación de la biodiversidad ronda entre los $78.000 y $91.000 millones a nivel mundial.

En un enfoque más centrado a nuestra realidad regional, y según un análisis publicado en Science, la reducción en la transmisión de nuevas enfermedades provenientes de la degradación de los bosques tropicales ahorraría entre $22.200 y $30.700 millones cada año.

“La reducción de la deforestación tiene el beneficio secundario de unos $4.000 millones al año en beneficios sociales por la reducción de las emisiones de gases de efecto invernadero, por lo que los costes netos de prevención oscilan entre $18.000 y $27.000 millones al año”, destacaron los autores del análisis.

La conservación no solo es buena para la salud física, también es beneficiosa para la economía. Según el informe Nature for recovery, elaborado por la coalición Nature4Climate (N4C), por cada millón de dólares invertido en la restauración de ecosistemas en 2009-2010 se creó 10 veces más puestos de trabajo que los favorecidos por el sector carbonífero y nuclear.

La inclusión de Soluciones basadas en la Naturaleza (NbS, por sus siglas en inglés) en los paquetes de estímulo y recuperación del COVID-19 puede generar un crecimiento económico más eficaz, a la vez de contribuir a alcanzar los Objetivos de Desarrollo Sostenible e incrementar la resiliencia al cambio climático.

Solo el rediseño del sistema alimentario y la restauración de ecosistemas pueden brindar beneficios económicos calculados en hasta $3,6 millones, según un reporte del Foro Económico Mundial, mientras que la agricultura regenerativa y el consumo sostenible pueden aportar unos $2.200 millones.

Igualmente, las NbS podrían proporcionar el 37% de la mitigación de dióxido de carbono necesaria hasta el 2030 para limitar el calentamiento por debajo de 2°C.

La restauración de bosques, turberas y manglares tiene el potencial de reducir 10.000 millones de toneladas anuales de emisiones. De hecho, la restauración de manglares es de dos a cinco veces más barata que las estructuras de ingeniería convencionales que protegen contra el aumento del nivel del mar y también ayudan a mejorar la calidad del agua, reducir los impactos de las tormentas y generan ingresos para las comunidades locales.

Las NbS en entornos urbanos ayudan a reducir el calor gracias a la sombra de los árboles, mejoran la calidad del aire, reducen la contaminación acústica, mejoran la salud mental de las personas y reducen la mortalidad.

“Las economías de alta productividad del futuro serán las que aprovechen al máximo la inteligencia artificial y las tecnologías de la cuarta revolución industrial, al tiempo que protejan y mejoren el capital natural, como los ecosistemas, los hábitats biodiversos, el aire y el agua limpios, los suelos productivos y un clima estable”, se lee en el informe de N4C.

Más investigación

“Este es el momento oportuno para generar ciencia relacionada a biodiversidad con el objetivo de entender mejor el comportamiento de estas rupturas de equilibrio que terminan en pandemias”.

Las palabras pertenecen a Gustavo Gutiérrez Espeleta, experto en genética de la conservación y actual rector de la Universidad de Costa Rica (UCR), quien insistió que se deben integrar disciplinas, provenientes tanto de las ciencias básicas como las sociales, con el fin de tener un panorama más amplio de la situación.

En este sentido, Mesoamérica es una región propicia para realizar este tipo de estudios y valoraciones. Incluso, en México existen grupos que ya suman una experiencia de 10 años en investigar estas interacciones entre vida silvestres y ser humano. “Se puede favorecer la colaboración científica entre países e instituciones”, destacó Gutiérrez.

Sin embargo, el financiamiento a la investigación sigue siendo una barrera a superar por nuestros países.

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