El pueblo de Carahatas, ubicado en la zona central de Cuba, ha aprendido a enfrentar los embates del cambio climático con una mayor organización y resiliencia.
Por Raúl Isidrón Pichs
Muy pronto llega el olor a mar mientras el sol comienza a levantarse en la costa norte de la central provincia de Villa Clara, en el archipiélago cubano. Una carretera sin asfalto paralela a la costa me lleva al pueblo de Carahatas. Crónicas de los lugareños señalan que los colonizadores españoles fueron muy bien recibidos por los aborígenes y nombraron a la zona como Cazaharta, en alusión a la abundante caza y la exuberancia de su naturaleza.
De aquella historia solo queda la simpatía heredada de las comunidades aborígenes y el término Carahatas, con el que los Siboneyes reconocían su hábitat; el mismo que quedó para nombrar a este pedazo de tierra que se resiste más allá del tiempo y la memoria.
Me acompañan en el viaje especialistas de la Universidad Central Marta Abreu de Las Villas (UCLV), quienes conocen del trabajo comunitario desarrollado en la comunidad, objetivo de mi encuentro con este pueblo de poco más de 700 habitantes.
El viaje termina justo en la Estación Biológica, perteneciente a la Empresa Nacional para la Protección de la Flora y la Fauna, encargada del trabajo de preservación y fomento de los valores naturales que posee la zona, concretamente del Refugio de Fauna “Las Picúas-Cayo Cristo”. Es de las pocas instituciones que se asientan en el sitio. El lugar tiene como especie símbolo el flamenco rosado (Phoenicopterus ruber ruber).
Desde allí se aprecia la majestuosidad que alcanza el bosque de mangle, muy recuperado de la afectación que sufrió debido a los últimos huracanes. Gerardo Caro López, director de la Estación, señala que con la participación de la comunidad han logrado recuperar gran parte de esta barrera natural. “El trabajo con los pobladores ha sido fundamental para la siembra de diferentes especies de mangle. Para la próxima temporada, vamos a estar más resguardados, el mangle resiste mucho”, señala.
Para esto colocan diversos materiales pétreos, que son más fuertes que la madera, ejercen resistencia frente al empuje del mar y evitan el arrastre del terreno. Son como rompeolas que se ubican a una altura promedio con el nivel que alcanza la marea alta, según afirma el especialista.
Adaptarse de forma distinta
Por doquier se observan pequeñas embarcaciones y artes de pesca. Un moreno de piel curtida por el sol camina por un pequeño muelle elevado sobre pilotes, que facilita llegar hasta las embarcaciones desde tierra.
Se llama Roberto. Según me cuenta Gerardo, él mismo construyó ese acceso, ya que el anterior lo destruyó el mar. Este tiene mayor altura, permite el paso de las olas y cuenta con materiales más resistentes.
“Aquí hemos aprendido la lección. ¡Ahora sí no se lo lleva! Imagínese que hemos tenido que inventar y adaptarnos”, señala este vecino del lugar mientras se dispone a encender los motores de la nave. Y es que la existencia de los carahateños ha estado marcada por esos derroteros. Obligados por la realidad, buscan su propia solución, pero ahora de una manera diferente. Son asesorados por personas con mayor experiencia, por expertos locales y en el marco de estudios científicos sobre vulnerabilidades y riesgos, que proponen numerosos proyectos en implementación.
Le pregunto si se va de pesca con ese viento tan fuerte que golpea. “Esto no es viento para lo que vivimos con el último huracán. El mar está en calma, además hay que comer, y con la pesca de hoy se resuelve algo”, afirma.
Roberto deja escapar la felicidad de llevar en la sangre la herencia de su familia porque en Carahatas ser pescador es identidad. Ha sido el empleo por tradición y casi el único desde tiempos inmemoriales para los hombres. Las mujeres han sido relegadas a las labores del hogar y a trabajos no remunerados en lo fundamental.
Por eso no es casual que el primer café de la mañana lo ofrezca Tania Cruz Alberto. Su pequeño tamaño y voz cálida y temerosa no revelan la responsabilidad de guiar, desde 1991, uno de los proyectos de educación ambiental de mayor trascendencia: el Festival Marino Costero.
Tania comenta que el festival surgió como una necesidad de los propios pobladores. En sus inicios, fue asumido únicamente como una fiesta popular “tal vez por la forma en que lo preparamos, similar a un carnaval, pero eso mismo lo aprovechamos para ir introduciendo las ideas y contenidos sobre la importancia de proteger el medio ambiente en un entorno tan vulnerable como el nuestro y del cual depende el sustento económico y la vida en general de la comunidad”, afirma.
El olor a café convidó a Mercedes Goya Hernández, cuyo rostro no esconde la satisfacción de participar en este evento de educación ambiental. Señala que las mujeres son protagonistas en la organización del Festival. “Nos da visibilidad, nosotras lo organizamos todo, preparamos a los niños, a sus padres, diseñamos las actividades”.
El papel de la educación
Educar, no imponer, ha sido clave. Con esas intervenciones se busca la participación y el respeto por las características culturales de este pueblo pesquero.
Carahatas es un testimonio vivo del avance inexorable del mar tierra adentro pero también de un proceso social de resiliencia muy interesante. La comunidad exhibe sus debilidades acumuladas en el tiempo, los huracanes y malas decisiones. Pero también muestra los caminos de tierra y canales que permiten la evacuación de las aguas hacia la costa.
Las nuevas construcciones no son un obstáculo. Para su construcción se tuvieron en cuenta algunas pendientes y la ruta que han dejado las aguas cuando evacúan luego de inundaciones. Definitivamente, son el resultado de lecciones aprendidas.
Octavio Pérez, quien se encuentra al frente del Consejo Popular Lutgardita-Carahatas, señala que quedan pocas viviendas levantadas con elementos poco resistentes. Hace unos años eran reparadas con lo que quedaba y sin asesoría alguna en espera de que el próximo huracán volviera a deshacer horas de trabajo bajo el sol.
Ahora, según señala Octavio, las fachadas se construyen utilizando materiales resistentes al salitre, sobre todo en su parte inferior. Fuertes pernos anclan cubiertas, puertas y ventanas. Los pisos se han elevado para enfrentar las inundaciones y el resguardo de las pertenencias. También, la altura de las paredes interiores ha cambiado; estas, incluyendo closets y baños, son llevadas hasta el techo para aportar fortaleza. Y para la protección y refugio de los animales domésticos y las artes de pesca, se construyen facilidades auxiliares.
Las estrecheces económicas ralentizan la autogestión para la recuperación de las viviendas, pero no menoscaban el deseo de levantar lo que el viento se llevó, ahora con diferentes materiales que aportan mayor seguridad y empleando herramientas especializadas que hacen más fácil el trabajo y son compartidas por los lugareños. Son nuevas prácticas que antes no existían.
Enfrentar juntos
Joaquín Alonso Freyre, líder de la línea universitaria Gobernabilidad, Participación Popular y Desarrollo Sostenible del Centro de Estudios Comunitarios de la UCLV, señala que se ha trabajado el tema de la resiliencia ambiental desde la perspectiva del desarrollo comunitario. “Para nosotros, la comunidad no es un lugar, es un tipo de relación donde la gente se encuentra, donde hace causa común para aprontar su vida cotidiana y pensamos que en la medida en que la gente va desarrollando esa habilidad de encontrarse, esa manera de juntarse para afrontar los retos cotidianos, pues también está preparada para afrontar aquellos relativos a la naturaleza, al cambio climático, porque, si no se junta para aquello, tampoco se junta para esto. Entonces, trabajar lo comunitario es trabajar esa relación, el encuentro, es laborar para que la gente se haga cargo de sus problemáticas”.
Le pregunto a Benancio Artiles, un poblador que ya peina canas y ha vivido en Carahatas toda su vida, por qué no se ha ido. “Nos han querido sacar de aquí, pero qué va, no ha resultado. Hay personas que sí se han ido, pero no todos. Yo estuve un tiempo afuera pero no me fue bien. Ahora no me quiero ir. ¿De qué vivo sino de la pesca? Esto es lo mío”, dice.
Aún en medio de la “recuperación”, los impactos del cambio climático están a la vista de todos, aunque ni ellos mismos lo aprecien motivados por la voraz cotidianidad. Las viviendas ubicadas en la primera línea de costa ya no tienen patio, el mar se las ha tragado. Tierra adentro, la intrusión salina afecta las tierras cultivables y las sequías son cada vez más recurrentes y extensas en el tiempo.
A todo eso se suma la carencia y dificultades con el manejo, la disponibilidad y calidad del agua, así como el deterioro de la condición higiénico-sanitaria. Las evidencias científicas aseguran que una parte de la comunidad quedará parcialmente bajo las aguas para 2050, mientras el avance del mar la hará desaparecer para 2100.
“Es por eso que no debe ejecutarse un plan de reconstrucción que no esté diseñado, en la medida en que eso sea posible, para evitar que tragedias como las vividas vuelvan a repetirse, pero deben ser reasentamientos positivos y que las personas acepten. La experiencia hasta hoy no ha sido buena”, señala Georgina Castro Acevedo, del Centro de Estudios Comunitarios (UCLV).
Participación activa
Por su parte, Joaquín destaca que cuando se habla de trabajo comunitario va encaminado a que las personas se junten. “Es un desarrollo de la capacidad de encuentro, una manera de construir un nuevo tipo de relación en la familia, en la escuela y en el trabajo; es decir, incluye todos los vínculos de vida aprender a afrontarlos desde la simetría del vínculo, la horizontalidad en la relación de trato”, afirma.
En este complejo proceso desempeña un rol fundamental la comunicación para la toma de conciencia, la participación activa de los ciudadanos en la solución de los problemas medioambientales (desde lo local a lo nacional), así como las políticas de los sectores de la economía, la ciencia, la educación y la cultura.
Recorrer la comunidad no lleva mucho tiempo. Junto con Gerardo, Tania, Mercedes y los profesores Georgina y Joaquín hemos podido conocer una comunidad muy singular edificada con las manos de sus pobladores a sabiendas de los peligros que acechan.
Para Georgina, “basar la gestión en la ciencia, la tecnología y la innovación es incorporar a las personas, generando participación, intercambiando con los protagonistas sobre lo que se está haciendo y nutriéndose de las personas, porque ellas son las que viven la realidad y pueden aportar elementos que enriquecen el trabajo”.
Ha sido una mañana fructífera. Al mediodía el sol abraza. Emprendo el retorno, ahora con más certezas sobre la “recuperación” paulatina de una comunidad costera que se reinventa para existir más allá de sus tradiciones pesqueras, de lo cual depende la vida de sus pobladores.
No puedo evitar experimentar sentimientos encontrados porque, a todas luces, las medidas de resiliencia comunitaria no evitan que se dé el impacto de un nuevo evento meteorológico extremo ni la elevación de los niveles del mar. Sin embargo, sí constituyen ejemplos prácticos, concretos, tangibles, del trabajo encaminado a minimizar los efectos del cambio climático. Es una historia que escriben todos los pobladores de Carahatas.
Este artículo fue elaborado con el apoyo de Voces Climáticas, una iniciativa del Centro Internacional de Investigaciones para el Desarrollo (IDRC) de Canadá, LatinClima, el Centro Científico Tropical (CCT), Claves 21, la Alianza Clima y Desarrollo (CDKN) y Fundación Futuro Latinoamericano (FFLA).