La región está a la vanguardia en el reconocimiento de la naturaleza como sujeto de derecho, un debate ético en el que se cruzan crisis ambiental, cosmovisiones ancestrales e intereses económicos.
Por Valeria Foglia
Cuando Tonico Benites era niño, todavía había bosques en Mato Grosso. El viento alegraba a la comunidad guaraní-kaiowá con el perfume de las flores, el canto de los pájaros y toda clase de insectos voladores. Los árboles estaban repletos de frutos dulces. Al pequeño Tonico, nacido y criado en la década de 1970 en esa región del sur brasileño, le gustaba trepar a los árboles y nadar en el río de aguas cristalinas. Pero ya por entonces la selva estaba siendo destruida: los kaiowá, el “pueblo del bosque” que lo había cuidado por al menos dos milenios, se quedaban sin su tekoha, su tierra ancestral.
Por su padre ferroviario, Evis Millán y sus hermanos crecieron entre la contaminación petroquímica en Ingeniero White, Bahía Blanca, y el entorno rural del campo de su abuela materna en El Mirador, Chubut, en la Patagonia argentina. Pero la comunidad mapuche necesita la naturaleza; no está “completa” si vive en la ciudad. “Nuestras ceremonias no se pueden realizar donde hay asfalto”, explica Millán, de la comunidad Pillán Mahuiza y el Movimiento de Mujeres Indígenas por el Buen Vivir. El territorio es “no solo la tierra que pisamos, sino también todos los elementos que allí conviven: los bosques, el río, las montañas, las mesetas” y las fuerzas que los protegen y regulan la armonía, los Ngem.
Hace más de cinco siglos que las comunidades originarias atestiguan la destrucción de la naturaleza y sus cosmovisiones. La defienden desde mucho antes que sus derechos figuren en la Constitución ecuatoriana de 2008 o el borrador de la nueva Carta Magna que Chile deberá votar el 4 de septiembre. Ahora que el antropocentrismo está en el banquillo de los acusados, el proceso promete ser largo y enredado: son centurias de ver la madera y no el árbol, calcular toneladas de minerales sin reparar en la montaña y hacer brotar granos sin entender que la tierra necesita regenerarse.
Gracias a pueblos originarios, comunidades locales, investigadores, organizaciones socioambientales y especialistas en derecho, América Latina está a la vanguardia de un debate ético: es posible repensar nuestra relación con la naturaleza para hacerla más armónica y, por qué no, respetuosa.
América Latina al frente
La Constitución de Ecuador y la legislación en Bolivia fueron pioneras en traducir al lenguaje jurídico las cosmovisiones donde la naturaleza es sujeto, opina Valeria Berros, doctora en Derecho, investigadora del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet) y profesora de la Universidad Nacional del Litoral. Así, “puede portar derechos como los portamos las personas”, en general o para algunos ecosistemas y seres en particular, como bosques, montañas, glaciares, animales no humanos y ríos, las “estrellas” de la jurisprudencia según la especialista.
El debate latinoamericano significó un salto cualitativo a nivel internacional: de los derechos ambientales para los humanos, que se imponían desde la cumbre de Estocolmo en 1972, a los derechos de la naturaleza. No es un proceso pacífico y automático: mientras más de 160 países reconocen en su Constitución el derecho de los ciudadanos a un ambiente sano, solo 37 admiten de una u otra forma que la naturaleza debe ser sujeto de derechos.
Despojarse del antropocentrismo no es fácil: sus raíces en estas latitudes se remontan a varios siglos atrás, cuando la colonización reemplazó los saberes originarios por la mirada europea, especialmente la idea renacentista de que los humanos debían dominar la naturaleza a través de la ciencia.
Elisa Loncon Antileo, lingüista y académica mapuche que presidió la Convención Constitucional de Chile hasta enero de 2022, lo expone así: “Esta América fue construida con pensamiento colonial eurocéntrico, y los conocimientos indígenas fueron prácticamente condenados a desaparecer o tildados como primitivos”.
Aunque haya cambiado de ropajes, el colonialismo extractivo había llegado para quedarse. América Latina atravesó desastres y ecocidios mucho antes de redactar siquiera un borrador sobre derechos de la naturaleza. Del crimen ambiental de la petrolera norteamericana Texaco en Ecuador, entre 1964 y 1990, al derrame masivo de la española Repsol en Perú a comienzos de 2022. De la privatización del agua en Chile en dictadura a las vegas resecas por la minería de litio ahora mismo en Catamarca, al norte de Argentina.
Por qué Ecuador
Texaco alteró para siempre la vida de las comunidades indígenas de la selva amazónica ecuatoriana. La multinacional instaló trescientos pozos y unos mil piletones tóxicos —muchos clandestinos— en más de dos millones de hectáreas. No respetó ni sus propios métodos de seguridad: en lugar de reinyectar el petróleo y los desechos de su producción, los descargó en ríos y esteros.
Lo llamaron el “Chernobyl de la Amazonía” porque la empresa —comprada por Chevron en 2001— derramó 71 millones de litros de residuos de petróleo y 64 millones de litros de crudo, treinta veces más que Exxon Valdez en las costas de Alaska. Entre 1996 y 1998, Texaco intentó “barrer la suciedad bajo la alfombra”, pero fue demandada por unos treinta mil ciudadanos, algunos afectados por cáncer, malformaciones y problemas reproductivos.
La denuncia del ecocidio impune de Texaco-Chevron y otras luchas ambientales ya habían “cargado las nubes” cuando, en enero de 2008, comenzó la Asamblea Nacional Constituyente de Ecuador, relata el economista Alberto Acosta, su presidente, quien reflejó el sentir de varios al publicar artículos sobre los derechos de la naturaleza.
El exministro de Energía y Minas de Ecuador cree que “este paso histórico” fue alentado también por la distribución del texto “La naturaleza no es muda”, de Eduardo Galeano. El escritor uruguayo, inspirado por el debate, concluye que “la naturaleza tiene mucho que decir, y ya va siendo hora de que nosotros, sus hijos, no sigamos haciéndonos los sordos”.
La Carta Magna, aprobada con el 64 % de los votos, estableció que “la naturaleza o Pachamama, donde se reproduce y realiza la vida, tiene derecho a que se respete integralmente su existencia, y el mantenimiento y regeneración de sus ciclos vitales, estructura, funciones y procesos evolutivos”.
Al hablar de “naturaleza o Pachamama”, Ecuador puso en un mismo nivel el conocimiento europeo y el ancestral. Acosta llama “mestizaje jurídico” a la combinación entre los saberes indígenas y los movimientos de resistencia. Los pueblos originarios aportaron “las raíces y el tronco” al debate: para ellos, dice, “la Madre Tierra no es una metáfora, es una realidad cotidiana. Como nuestra madre, la Pachamana no requiere de un derecho especial para que la amemos, respetemos y cuidemos”.
Aunque establece que el Estado debe restringir actividades que puedan llevar a la extinción de especies y la destrucción de ecosistemas, la nueva Constitución no resolvió “el conflicto entre la naturaleza-objeto y la naturaleza-sujeto”, admite el referente ecuatoriano. Los Gobiernos siguen permitiendo actividades mineras irregulares, y los grupos de poder aún buscan “sostener privilegios” con la explotación humana y de la naturaleza.
Sin embargo, para Acosta, son “cada vez más” los defensores de la naturaleza que logran “sonados triunfos”. Berros considera que las sentencias judiciales son “otro camino” para el “giro ecocéntrico latinoamericano”, también en países como Colombia, que reinterpretó el derecho vigente para considerar como sujetos a ciertos ecosistemas, especialmente sus ríos.
El ecocentrismo en el debate chileno
En Chile, la Convención Constitucional revitalizó la perspectiva ecocéntrica, dice Berros. La Carta Magna impuesta por la dictadura de Augusto Pinochet instauró un modelo político y económico neoliberal que, en palabras de Loncon, fue “planificado de espaldas a la naturaleza”. No solo privatizó el agua y otorgó privilegios a la minería: también transformó los bosques nativos en forestales, con plantaciones de pino insigne y eucaliptos. “Eso ha generado la sequía que hoy en día arrasa las comunidades del Wallmapu”, denuncia la convencional mapuche.
La Comisión de Medio Ambiente, Derechos de la Naturaleza, Bienes Naturales Comunes y Modelo Económico fue una de las que más enmiendas generó. Partidos asociados al extractivismo, desde la derecha al bloque socialista, acusaron de “ecocéntricas”, “maximalistas” y hasta “pachamámicas” a las propuestas de ecoconstituyentes y pueblos indígenas.
Tras idas y vueltas, a fines de marzo de 2022 se incorporó al borrador que “la naturaleza tiene derecho a que se respete y proteja su existencia, a la regeneración, a la mantención y a la restauración de sus funciones y equilibrios dinámicos, que comprenden los ciclos naturales, los ecosistemas y la biodiversidad”. Para garantizarlo, la Comisión de Sistemas de Justicia sumó las defensorías de la naturaleza y los tribunales ambientales.
En un país con cinco zonas de sacrificio y una crisis hídrica que obliga a racionar el agua, la Convención definió a comienzos de mayo que esta es “esencial para la vida y el ejercicio de los derechos humanos y de la naturaleza”, y debe ser protegida por el Estado en todos sus estados y fases.
El drama del agua no es ajeno para Loncon, nacida en la comuna de Traiguén, en la región de la Araucanía. En la comunidad donde creció, con una economía de subsistencia con “sembrado básico, animales menores y producción frutícola y hortícola”, faltaba el agua porque los campesinos chilenos desviaban el cauce de los arroyos hacia sus sembrados. Ahora, la Convención reconoció el uso tradicional de las aguas por parte de pueblos indígenas y la obligación estatal de garantizarlo.
Personas no humanas
En Argentina, el país donde la orangutana Sandra logró la libertad tras ser declarada “persona no humana” y “ser sintiente”, empezó a haber procesos “interesantes”, opina Berros, que “habilitan un nuevo tipo de discusión” porque abarcan especies y no solo individuos. Se refiere al hábeas corpus por la ballena franca austral o el amparo por el yaguareté —también conocido como jaguar— presentado por Greenpeace y la Asociación Argentina de Abogados y Abogadas Ambientalistas.
La investigadora agrega los fallos de la Corte Suprema que, aun sin reconocer derechos de la naturaleza, reclaman una perspectiva ecocéntrica y aplican el principio in dubio pro natura. El máximo tribunal argentino aún debe responder sobre los derechos del yaguareté y el río Paraná.
A nivel legislativo, en 2015 el senador Pino Solanas presentó un proyecto para consagrar los derechos de la naturaleza, pero, al no prosperar, el diputado Leonardo Grosso debió volver a presentarlo en 2020.
Buen vivir o buenos negocios
Tonico Benites, líder guaraní-kaiowá organizado en Aty Guasu, atesora en su memoria los tiempos en que su tekoha, en el centro-oeste del Mato Grosso, no era un conjunto de estancias ganaderas y plantaciones de soja y caña de azúcar: “La relación armoniosa entre la naturaleza y el ser humano era una realidad”.
Las comunidades no estaban hacinadas en reservas o acampando a la vera de las carreteras, sino sembrando y cosechando, curando con medicinas naturales, cazando dentro de ciertos límites y cultivando el bienestar espiritual. Pero esa relación de cuidado, comunicación y ayuda recíproca con otros seres naturales se rompió. “Muchos pueblos indígenas están muriendo junto con los bosques, y los no indígenas también están siendo afectados como resultado de esa destrucción, porque comienzan a respirar aire contaminado”, denuncia.
Aunque el Estado brasileño empezó a vender sus tierras ancestrales en 1890, la deforestación a gran escala se dio entre 1960 y 1990. Los sectores económicos nacionales y transnacionales siguieron quemando, contaminando con pesticidas y construyendo hidroeléctricas. “Ahora empiezan a destruir el Amazonas”, advierte Benites.
El líder guaraní, doctorado en Antropología de la Universidad Federal de Río de Janeiro, considera que Jair Bolsonaro es “una persona extremadamente cruel con la naturaleza”, pero sabe que su gestión no es la primera en permitir el ecocidio y el genocidio solo para que unos pocos obtengan beneficios.
Desde el lof Pillán Mahuiza, a unos 100 kilómetros de Esquel, Evis Millán relata que la esencia del buen vivir es la “armonía y reciprocidad” con la naturaleza. Hoy, en cambio, ya no se respetan los tiempos de veranada e invernada con los que su pueblo ocupaba la tierra y la dejaba descansar, y con la lógica de lograr ganancias a toda costa se alteran hasta las semillas.
“Podemos agradecerles a la mapu, la tierra, la montaña y el río por lo que nos brindan. Pero en ese agradecimiento hay un compromiso, que es el resguardo de esos espacios, que no sean alterados. Entonces la mapu va a permitirnos sembrar, desarrollarnos ahí”, explica la referente.
Millán apunta contra “una lógica que no puede entender la diversidad” y engloba el ecocidio, el genocidio indígena, los femicidios y los travesticidios en un fenómeno más amplio: el terricidio, “la forma de asesinar las diferentes vidas”. Puntualiza que “cuando entuban un río a través de las represas, cuando las mineras explotan las montañas, cuando arrasan con los bosques las empresas forestales”, no solo matan los elementos visibles, sino también las fuerzas de energía que habitan los territorios.
“A pesar de todo, los pueblos hemos mantenido esos lugares en resguardo”, destaca Millán. Su comunidad está en alerta por el proyecto del Gobierno de Chubut para construir hidroeléctricas al servicio de las mineras. Quieren que el río Carrenleufú “siga vivo”.
Aunque se encuentran en un proceso de recuperación de tierras, la referente mapuche asegura que los Gobiernos de Chile y Argentina “nos siguen despojando, venden las tierras a las empresas extractivistas” que dejan contaminación, enfermedades, falta de agua y desnutrición. Además, persiguen a los machis, portadores de la sabiduría ancestral que curan con hierbas naturales.
El escenario se repite en toda América Latina. Con el “combate a la pobreza” como excusa, desde hace décadas Gobiernos de distinto signo político doblegan o liman normas ambientales para “rematar” la biodiversidad como si fuese un conjunto de recursos en stock. “Todos los gobernantes, neoliberales y progresistas, están profundamente hermanados por los extractivismos”, sostiene Acosta.
No sin sarcasmo, el referente los define como una “Santa Inquisición que protege la fe extractivista” y arremete con persecución, amenazas y descalificaciones contra “los herejes enemigos del progreso”: comunidades originarias y campesinas, jóvenes ecologistas y habitantes de las ciudades. Pero no se desanima: los procesos en Chile, México y el Estado Libre de Baviera, en Alemania, le parecen signos de que “la lucha continúa y se extiende por el mundo”.
Salir del antropocentrismo
Este modo de entender la vida en el planeta nos llevó a una situación de emergencia. En los últimos 150 años aumentaron el consumo de energía y la sobreexplotación de la naturaleza, con una transformación inédita de los paisajes terrestres, marinos y de agua dulce. La catástrofe ambiental se aceleró a partir de 1970, y los científicos advierten que hay una ventana de unos pocos años para torcer este rumbo.
En Derechos de la Naturaleza. Ética biocéntrica y políticas ambientales, el investigador uruguayo Eduardo Gudynas traza el recorrido que tuvo la reflexión sobre la naturaleza antes de plantear una ruptura con el antropocentrismo. Fueron décadas en las que se habló de las generaciones futuras, la conservación como “buen negocio” e incluso el reconocimiento de valores estéticos, culturales, religiosos e históricos antes de plantear que la naturaleza tiene derecho a existir.
Para Alberto Acosta, desandar el camino del antropocentrismo y el productivismo no es tarea sencilla, e implica “un giro copernicano” a nivel jurídico, económico, social y político, algo complejo en la región mientras la naturaleza se siga considerando “como un elemento a ser domado, explotado y mercantilizado”.
Un buen primer paso es “entender que somos naturaleza” y que las leyes humanas deben estar en sintonía con las naturales. “No hay derecho alguno para explotar la naturaleza y menos aún para destruirla, sino solo el derecho a un uso ecológicamente sostenible”, afirma Acosta.
En tanto, Valeria Berros reconoce que “con las leyes no alcanza”. No solo porque el derecho ambiental tiene “un problema grande de efectividad”, sino porque se necesitan transformaciones más profundas. Sin embargo, el lado positivo de estas herramientas legales y la participación indígena y de movimientos socioambientales es que permiten pensar en “generar pequeños cambios” concretos para personas y ecosistemas. Esta “especie de democratización” puede ser un paso para superar “la dicotomía naturaleza-sociedad o naturaleza-cultura”.
El gran interrogante que plantea el surgimiento de la perspectiva biocéntrica es “por qué los humanos seríamos la medida de todas las cosas”, sostiene la investigadora del Conicet. Aunque “queda muy poco margen” para adoptar medidas en pos de nuestra supervivencia y la de otras especies, el diálogo interdisciplinario y el aprendizaje de otras cosmovisiones y movimientos le dan esperanza.
Saberes ancestrales
El Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en inglés) también habla de sumar los saberes ancestrales para la adaptación y la mitigación de la crisis climática. Tonico Benites no tiene dudas: aunque el Gobierno de Bolsonaro le reste importancia, “el conocimiento indígena puede y debe indicar posibles soluciones”. La mayor prueba es que los pueblos originarios han vivido miles de años en esos territorios sin destruirlos. “Saben cuidar, tienen una técnica y conocimientos muy sofisticados”, apunta.
Evis Millán también recoge el guante: “Los pueblos originarios tenemos mucho para hablar y enseñar porque somos pueblos milenarios”. Aunque celebra que haya más conciencia en personas que no pertenecen a ningún pueblo ancestral, la referente considera que los humanos podrán vivir en armonía con otras formas de vida “cuando realmente empiecen a tomar conciencia de la diversidad de los pueblos, los territorios, las cosmovisiones”.
Por su parte, Elisa Loncon, profesora e investigadora de diversas lenguas, asegura que “la naturaleza, como ente vivo, siempre se está comunicando con los seres humanos” y mostrando su dolor. Pero, advierte, la cultura que les fue impartida les impidió la sensibilidad para reconocer que tiene “derechos y voz”. Para la convencional mapuche, “si no tienen acuñado en el corazón el sentido de que la naturaleza es nuestra madre, no van a sentir estos mensajes”.
En este sentido, Benites marca una paradoja: los destructores de la naturaleza también se destruyen a sí mismos, ya que nadie está a salvo de las consecuencias. “A la naturaleza la tenemos que cuidar los pueblos”, señala. El representante de Aty Guasu no ve que haya un proyecto para restablecer la armonía perdida, pero traza un sendero: “No es el dinero el que puede salvar el mundo, sino la naturaleza”. Los pueblos indígenas conversan con ella, entienden su lenguaje, necesidades y tiempos. Es hora de escucharlos.
Este artículo es parte de COMUNIDAD PLANETA, un proyecto periodístico liderado por Periodistas por el Planeta (PxP) en América Latina, del que Ojo al Clima forma parte. Licencia Creative Commons con mención del autor/es.