Santa Rosa, Guanacaste. Daniel Janzen lleva varios minutos fotografiando a los insectos, como si hubiera olvidado al resto del mundo.
Frente a él hay una sábana blanca con dos grandes bombillas que atraen a docenas y docenas de polillas nocturnas. Las hay pequeñas como un grano de arroz y grandes como un teléfono inteligente, coloreadas en todas las tonalidades existentes de grises.
Quien tema a los insectos sentirá un profundo miedo al ver esta sábana. El ecólogo y conservacionista de 80 años tal vez experimente lo mismo, pero por el motivo opuesto: no hay suficientes insectos.
“El número de especies [de mariposas nocturnas] es muy bajo. Hace solo quince años, en este momento del mes, habría habido unas 500 especies en esta sábana. Ahora puede que haya unas 100... Tal vez unas 150”, dice Janzen, mientras observa la tela.
Estamos en el Parque Nacional Santa Rosa, en el corazón del Área de Conservación Guanacaste (ACG), ubicada en el Pacífico Norte de Costa Rica, a unas seis horas de la capital. Aquí se resguarda el último gran reducto de bosque seco en Centroamérica.
Lejos de las grandes urbes, con buena conectividad entre diferentes ecosistemas y a kilómetros de distancia de los agroquímicos de las fincas locales, Janzen, junto a su colega y esposa Winnie Hallwachs, llevan años viendo cómo una tragedia se desarrolla frente a sus ojos: el parque se está quedando sin insectos.
Son las 9:00 p. m. en una noche oscura a inicios de agosto, sin luna ni nubes, de modo que las mariposas nocturnas no tienen otras fuentes lumínicas para distraerse. El ecólogo tiene una camisa de botones, donde a veces se para una polilla despistada, y una linterna de cabeza. Afuera del rancho donde está la sábana, todo está en penumbras.
En el pasado, dice Janzen, él tenía que cerrarse la camisa y ponerse un sombrero para protegerse de los insectos, pero hoy tiene la camisa remangada y el primer botón tranquilamente abierto. “Creo que es todo lo que hay que decir”, confiesa con resignación.
Janzen y Hallwachs alertan sobre el declive en las poblaciones de insectos en ACG en un reciente artículo que fue publicado en la revista académica Biological Conservation con el lacónico título: “¿Dónde estarán los insectos tropicales?”
La reducción poblacional que se observa en ACG encuentra eco en muchas partes del mundo.
“En el nivel en que Dan y Winnie discuten estos declives —por ejemplo, que están ocurriendo y cada vez de manera más rápida— estas observaciones coinciden de manera general con la ciencia de la pérdida de biodiversidad”, explica el biólogo y ecólogo Lee Dyer, de la Universidad de Nevada (Reno, Estados Unidos), donde lidera el Laboratorio de Ecología Química y Entomología Tropical.
Dyer lleva años trabajando en la Estación Biológica La Selva, localizada en Sarapiquí de Heredia, a 252 kilómetros de ACG, y explica que una de sus estudiantes doctorales, Danielle Salcido, analizó también el declive de orugas en La Selva y encontró que géneros enteros están desapareciendo de manera rápida —sus resultados están publicados solo de manera preliminar—.
En otro estudio, un grupo de científicos comparó la cantidad de insectos que había en 1976 y 1977 en el bosque de Luquillo, en Puerto Rico, con la cantidad presente en muestras tomadas entre 2011 y 2013. Los expertos hallaron que la cantidad de biomasa —una medida de la materia en cosas vivas— había caído entre 10 y 60 veces en ese período.
Además, los investigadores encontraron también declives en lagartijas, ranas y pájaros que dependen de los insectos como parte de su dieta.
Más calor y variaciones en lluvias
¿Qué está pasando con los insectos que antes observaban Janzen y Hallwachs? El cambio climático está causando un aumento en la temperatura de la zona donde se ubica el ACG y también se están presentando cambios en la periodicidad de las lluvias, de acuerdo con los investigadores.
En la década de 1960, la ciudad de Liberia tenía 116 días donde el termómetro llegaba, al menos, a 32 grados centígrados. En 2017, la cantidad de días en que la zona superó esa temperatura fue de 193 días, según datos del Climate Impact Lab publicados por el New York Times.
Esos dos meses y medio de diferencia, entre lo registrado en 1960 y lo registrado 2017, cambia el funcionamiento del bosque. Lo peor es que para el año 2050, los modelos climáticos calculan que casi ocho meses del año (241 días) estarán por encima de los 32 grados, aun en un escenario en el que se contienen las emisiones de gases de efecto invernadero.
“El primer problema es el calor. El segundo problema son los cambios en la cantidad de lluvia. Pero el más dañino es la falta de sincronicidad. Yo podía ganar una caja de cerveza si apostaba que la primera lluvia caería el 15 de mayo. Ahora, ni siquiera puedo considerar decir una fecha”, dice Janzen.
A lo que se refiere el investigador es que las especies cuyos patrones anuales se ajustaban bien para aprovechar a otras especies ahora quedan desconectados. Por ejemplo, los científicos explican en su artículo que una polilla regresa de sus migraciones justo cuando un arbusto local (Randia aculeata) bota sus primeros brotes.
Este regreso está sincronizado perfectamente para que la polilla ponga sus huevos, proporcionando alimento para las orugas que nacerán ahí. Ahora las hojas brotan erráticamente durante la temporada de lluvias y los avistamientos masivos de estas orugas ya no existen.
Observando cambios
Los investigadores recopilan datos de diferentes fuentes. Por ejemplo, recuerdan que entre las décadas de 1960 y 1990, millones de libélulas migraban desde las zonas secas de ACG hasta las partes altas, donde domina el bosque lluvioso. En diciembre de 2018 vieron apenas unos cuantos miles pasar.
Al inicio de la temporada lluviosa, en la década de 1980, era común encontrar cientos de mariposas nocturnas de la especie Manduca dilucida, propia del bosque seco, en las trampas de luz de Santa Rosa. En el 2018, las trampas lucían casi vacías.
Janzen y Hallwachs también cuentan que cada vez hay menos avispas Polistes instabilis, una depredadora especializada en larvas que antes era común. Ahora sus números han bajado, tanto en el bosque seco como en el bosque nuboso de la montañas orientales de la ACG, donde llegan al final de la temporada de lluvia.
Asimismo, Janzen relata que en 1978 notó que cada mariposa nocturna que llegaba a buscar la luz de su bombilla debía venir de una oruga.
“El suelo estaba completamente cubierto con caca de orugas, pequeñas bolitas. Se veía completamente negro y los árboles estaban defoliados en tres cuartas partes. A todos les faltaban hojas”, dice.
De esta forma comenzó el programa de recolección de orugas de ACG, que ya lleva cientos de miles de entradas. Sin embargo, actualmente, la cantidad de orugas viene en picada.
Pocas personas sienten el declive de insectos como Carolina Cano. Desde 1992 ella trabaja en ACG como parataxónoma, es decir, una persona sin educación formal pero que, aún así, tiene un conocimiento profundo sobre las especies del bosque y las recolecta para entender mejor el ecosistema.
“Colectar no es como ir a Palí [una cadena de supermercados en Costa Rica], que está todo acomodado. Hay que buscar y buscar y buscar. No es cualquiera el que encuentra una larva”, dice.
Desde la Estación Biológica San Gerardo, en las laderas frías del ACG y a 50 kilómetros al este de Santa Rosa, ella también ha notado una caída en los insectos. Cada vez es más complicado encontrar orugas.
“Yo le voy a decir una cosa. La gente que no cree en el cambio climático es la gente que vive en la ciudad”, dice Cano, hablando desde la cocina de la estación biológica junto con su compañera Elda Araya, que lleva trabajando como parataxónoma desde 1987.
Araya y Cano dicen que sienten el cambio en la zona. La Estación está ubicada a 575 metros de altura, entre los volcanes Cacao y Rincón de la Vieja. Ríos como el río Blanco, cercano a la estación, han bajado su caudal.
Araya cuenta que el galerón o cobertizo que utilizan para estudiar orugas tenía una temperatura cómoda y ahora se calienta muchísimo. Por su parte, Cano asegura que “cuando yo entré aquí, en 1999, tenía que tener medias y guantes de noche. Aquí había unas lluvias que siempre se metía el agua. Ahora ya no llueve tanto así. Jamás es lo que fue”.
Las observaciones de Janzen y Hallwachs, reforzadas por lo visto por los parataxónomos, coinciden con los datos que llegan de otras partes del mundo, dice la ecóloga Alexandra-Maria Klein, directora del Departamento de Conservación de la Naturaleza y Ecología del Paisaje de la Universidad de Freiburgo, en Alemania.
Klein co-escribió una aguda crítica a los métodos de un estudio llevado a cabo por investigadores de Australia, Vietnam y China, el cual analizó el declive global de insectos y fue publicado este año.
Aunque a ella no le gustan las observaciones anecdóticas en ciencia —como en el estudio de Australia, Vietnam y China—, “en este caso [refiriéndose a Janzen] es diferente”. El estudio de Janzen y Hallwachs compara datos de hace seis décadas, explica, y ninguno de los estudios publicados que muestran un declive en la cantidad de insectos logra ir tan atrás en el tiempo. Eso le da un valor único.
“Ninguno de los científicos que han replicado datos tienen la experiencia o el conocimiento de observación que acumula Daniel Janzen”, dice Klein.
La importancia de los bichos
Los insectos proveen muchísimos servicios ecosistémicos que los humanos a veces pasamos por alto, dice el biólogo y ecólogo Dyer. Por ejemplo, sus servicios van desde la polinización, el control de pestes agrícolas y vectores de enfermedades, hasta el ciclaje de nutrientes, entre otros.
“Los insectos de ACG, de La Selva y de otros pedazos fragmentados de bosque cumplen todas estas funciones”, dice.
Para muchas especies, los insectos son una base de la cadena alimenticia. Janzen, por ejemplo, sospecha que muchas especies de pájaros insectívoros están pasando un mal rato también, pero no tiene datos de largo plazo al respecto.
En otra parte del país, en las montañas del bosque nuboso de Monteverde, las investigadoras del Monteverde Institute sí están monitoreando las poblaciones de aves.
En el XI Congreso de Ornitología Tropical, celebrado entre julio y agosto en Costa Rica, la bióloga Debra Hamilton mostró hallazgos preliminares de un estudio que comparaba datos tomados en 1970-1971 con otros más recientes (1997-1998 y 2016-2017).
“Se puede ver una tendencia interesante: los insectívoros [que comen insectos] están bajando, pero los insectívoros frugívoros [que comen frutas e insectos] están aumentando”, explica Hamilton, quien es directora del Instituto.
Esto puede explicarse por una caída de insectos: si hay menos bichos disponibles para los predadores, estos perderán espacio ante otras especies que también pueden alimentarse de frutos del bosque.
Es preocupante, dice la bióloga, porque algunas de las que están bajando son especies claves para el ecosistema de Monteverde.
Proteger el bosque
Si bien las tendencias en emisiones y el calentamiento son cuestiones globales, sí se puede trabajar localmente para tratar de mitigar el problema del declive en las poblaciones de insectos.
En este sentido, Janzen y Hallwachs sugieren acciones en tres ejes: conservación de los ecosistemas actuales; creación de líneas base para ver cambios futuros y, educar y sensibilizar a la población.
Estas recomendaciones resuenan en otros expertos a nivel global, como Dyer.
“Hay que conservar y restaurar, promover la educación sobre cambio climático y biodiversidad, documentar nuestra biodiversidad decreciente tan rápido como sea posible y combinarlo con activismo para reducir los aumentos de dióxido de carbono (CO2) y metano (CH4), a nivel local y global, y asegurar que nuestras economías se incorporen a las estrategias de conservación”, dice Dyer.
Por décadas, ACG ha trabajado en la conservación de sus ecosistemas, incluso alterando sus planes iniciales cuando la protección de especies lo requirió.
Esta fue una de las soluciones que el equipo de trabajo local encontró para lidiar con el cambio que veían. Por ejemplo, el plan original de ACG no incluía la zona montañosa con el bosque nuboso, sino solamente las tierras de bosque seco en las tierras más bajas.
Sin embargo, las fronteras empezaron a ampliarse cuando se dieron cuenta que algunas especies del bosque seco migraban por temporadas a las montañas. “Luego, cuando las lluvias volvían, los insectos regresaban. Si uno quiere salvar la fauna de este lugar [el bosque seco], hay que salvar el bosque lluvioso también”, dice Janzen.
Pero también hay que pensar a futuro. Muchas de las especies de bosque seco tal vez se irán desplazando montaña arriba conforme se haga más complicado el clima en la llanura. Si las zonas altas están protegidas, aquí y en otros lugares, los animales tendrán oportunidad de hacer migraciones altitudinales.
En ACG, las tierras más cálidas cerca de Santa Rosa, donde viven Janzen y Hallwachs, podrían hacerse más inhóspitas para algunas especies si las temperaturas aumentan. Por eso, para su protección es valioso que también las zonas montañosas, como la estación biológica donde trabajan las parataxónomas, hayan sido declaradas como áreas protegidas y que haya conexión entre ambas regiones.
Para lograr esto, científicos como ellos tuvieron que dedicar años a la búsqueda de fondos para comprar tierras y al lobby político para lograr que el gobierno acogiera estas zonas. Si otras partes del mundo quieren repetir esta fórmula, requerirán una mezcla similar de dinero y voluntad política.
Medir impacto
Janzen y Hallwachs están apoyando la implementación de BioAlfa, un proyecto nacional que permitirá conocer e identificar las especies silvestres. Con este proyecto, se podría ampliar el conocimiento de la biodiversidad para que sirva de sustento a la toma de decisiones de conservación.
Esta iniciativa busca inventariar la biodiversidad costarricense mediante códigos de barras, sea en zonas urbanas, agrícolas o áreas silvestres.
Aunque en una primera instancia abarcará solamente las áreas silvestres protegidas, luego incorporará los terrenos privados que protegen bosques, las zonas de cultivos orgánicos y el resto de país.
El establecimiento de estas líneas base debe ir de la mano con nueva investigación para entender las razones del declive en las poblaciones de insectos, dice la alemana Alexandra-Maria Klein.
“Sabemos que los insectos perdieron poblaciones en algunas áreas del globo pero tenemos menos evidencia en las causas”, dice. Aunque hay evidencia que relaciona el aumento de la temperatura y la agricultura intensiva, hay menos datos sobre pesticidas, explica la experta y añade que “hace falta más monitoreo de insectos junto con un monitoreo detallado de los posibles detonantes”.
El gobierno alemán, por ejemplo, anunció en septiembre del 2019 un "plan de acción para la protección de insectos" al que destinará 100 millones de euros por año. Al menos un cuarto del dinero será utilizado para investigación y monitoreo de poblaciones de estos animales.
El eje final propuesto por los investigadores es la educación, la cual siempre ha sido un pilar de ACG. El área protegida tiene un robusto programa de sensibilización ambiental: miles de niños escolares, empleados de empresas privadas y funcionarios locales han llegado a sus bosques a complementar su formación.
Janzen dice que el contacto con las comunidades cercanas es crucial para que sobreviva un parque.
“Debemos facilitar el surgimiento de una sociedad bio-alfabetizada en la escala local, nacional e internacional, que acepte por propia cuenta la existencia de grandes áreas silvestres protegidas como parte del tejido socioeconómico de la sociedades humanas, en vez de necesitar decretos, armas o premios”, escribieron Janzan y Hallwachs en su artículo.
Pero fuera de las fronteras del parque y de su campo, ellos saben que tienen poco control. Ambos confiesan de que no creen que ningún artículo académico, como el que recién publicaron, haga la diferencia. La gente necesita sentirlo en carne propia y, en su gran mayoría, no está pasando, “aunque el nivel de impacto nos está llevando cerca”.
“Estoy profundamente convencida de que con los cambios que hemos visto desde el año 2000 y con los cambios que hemos visto en los últimos tres o cuatro años, la gente estará mayoritariamente convencida muy pronto”, dice Hallwachs. “Simplemente, todo está cambiado demasiado rápido”.
Este reportaje es parte de la alianza entre Mongabay Latam y LatinClima, esta última con apoyo de la Cooperación Española (AECID) por medio de su programa Arauclima, con el fin de incentivar la producción de historias periodísticas que den a conocer las estrategias de conservación que se están realizando en los diferentes países de Centroamérica.