Desde los años 70, el crecimiento de la economía mundial favoreció una serie de condiciones relacionadas al bienestar humano como es el avance de la medicina, la educación y la tecnología. Como consecuencia, la población mundial pasó de 2.500 millones en 1950 a cerca de 8.000 millones en la actualidad. Asimismo, las personas ahora viven 25 años más.
Sin embargo, esa aceleración económica no fue gratuita. Sus costos yacen en el impacto a los ecosistemas y la pérdida de biodiversidad.
La pandemia provocada por el COVID-19 es consecuencia de esa relación voraz que la humanidad ha mantenido con su entorno. Además, como si fuera un búmeran, esta crisis sanitaria es la causante del presente declive económico. Según el Fondo Monetario Internacional (FMI), se proyecta una contracción económica del 3% en 2020.
Nunca antes había sido tan evidente la estrecha relación entre economía y medio ambiente. Un total de $44 billones —más de la mitad del Producto Interno Bruto (PIB) mundial— está en riesgo como resultado de la dependencia que tienen las empresas de la naturaleza y sus servicios.
“Seguir la misma estrategia económica que ha dado lugar a esta situación, mientras se espera un resultado diferente, sería profundamente cuestionable. Se necesita un nuevo futuro para la naturaleza y los seres humanos, que pueda ayudar a acelerar el Gran Reajuste que la economía y la sociedad requieren”, se lee en el reporte The Future of Nature and Business lanzado la semana pasada por el Foro Económico Mundial (FEM).
Este informe forma parte de la serie New Nature Economy Report (NNER) del FEM. El primero de los documentos, titulado Nature Risk Rising, fue lanzado a inicios del 2020 y versaba sobre cuánto dependen las empresas de los recursos naturales.
En esta segunda entrega, los autores argumentan que una transición hacia negocios más sostenibles puede generar $10 billones y 395 millones de empleos para el 2030. Esto con tan solo transformar los tres sistemas económicos que son responsables de casi el 80% de la pérdida de biodiversidad, a saber: uso de alimentos, tierra y océano; infraestructura y entorno construido; así como extracción y energía.
Actualmente, estos tres sistemas representan más de un tercio de la economía mundial y proporcionan hasta dos tercios de todos los empleos.
“La respuesta a la profunda crisis social y económica que se avecina a raíz de la pandemia COVID-19 requiere un reajuste de la forma en que vivimos, producimos y consumimos para lograr una economía resistente, neutra en carbono y positiva para la naturaleza y detener la pérdida de biodiversidad para 2030”, señala el reporte.
“Este reajuste debe disociar nuestro bienestar del consumo para reducir la cantidad de recursos que necesitamos, preservando así los ecosistemas en la medida de lo posible, y disociar la extracción de recursos del impacto negativo en los ecosistemas compartiendo con la naturaleza de una mejor manera las tierras y los océanos que utilizamos”, continúa el informe.
Tres ejemplos latinoamericanos
El informe identificó algunos modelos empresariales sostenibles que están basados en ciencia y tecnología como la consecución de proteínas alternativas y sistemas para evitar el desperdicio de alimentos. También señala las oportunidades asociadas a la restauración de ecosistemas y la pesca sostenible.
En América Latina existen ejemplos de comunidades que han apostado por modelos de negocios sostenibles que les ha permitido incrementar sus ingresos a la vez que protegen los ecosistemas con los cuales conviven.
Tres de ellos fueron expuestos en el webinario Modelos económicos sostenibles: una alternativa para superar los tiempos de pandemia, organizado por la Red de Comunicadores Forestales y Ambientales de América Latina y el Caribe (Recofalc).
Héctor William Recinos es secretario de la Asociación Probosque. También es vecino de Barra de Santiago, en El Salvador, lugar que resguarda la mayor extensión de manglares en este país. De hecho, el humedal fue declarado de importancia mundial por la Convención Ramsar.
En el 2006, 20 familias que viven en la isla La Chácara iniciaron un proceso de gobernanza para ordenar la extracción de recursos del manglar; entre ellos el cangrejo azul (Cardisoma crassum) que forma parte de la dieta de la comunidad y constituye el medio de vida de los habitantes gracias a su comercialización.
Esa experiencia sirvió de base a un proceso que inició en 2012 y culminó en 2017, donde las comunidades crearon Planes Locales de Aprovechamiento Sostenible (PLAS). En ellos se establecieron cuotas de extracción, tallas mínimas y vedas de pesca. Asimismo, las comunidades se comprometieron a realizar labores de control y vigilancia.
En 2018, grupos organizados de La Chácara, El Embarcadero, El Mango, El Ceibillo, Costa Brava y Los Limones conformaron la Asociación Probosque. Sus miembros han incursionado en labores de reforestación y también están desarrollando proyectos basados en biocomercio como es la producción de miel de manglar.
Para Recinos, la gobernanza comunitaria ha influido positivamente en la recuperación no solo de la especie de cangrejo sino también del ecosistema. En cuanto al negocio, las prácticas sostenibles han ayudado a poner en valor los productos y eso se refleja en mayores ingresos para las familias.
Guatemala también presenta otro caso de éxito. En la Reserva de la Biosfera Maya se promueve una gobernanza basada en concesiones forestales comunitarias. Estas concesiones fueron otorgadas por el Consejo Nacional de Áreas Protegidas (Conap) entre 1994 y 2002.
A través de ellas, el Estado brinda un derecho al aprovechamiento y manejo integral de los productos forestales en la Zona de Usos Múltiples (ZUM) de la reserva. A cambio, las comunidades se comprometen a no transferir la titularidad de la tierra, ni cambiar su uso.
Ese derecho se otorga por 25 años a organizaciones de base comunal, las cuales están representadas por empresas forestales comunitarias que debieron someterse a un proceso de certificación bajo el esquema del Forest Stewardship Council (FSC).
Esta certificación no solo ha ayudado en el monitoreo del desempeño ambiental de las empresas sino también ha permitido acceder a mercados diferenciados, los cuales brindan un precio favorable al producto porque se reconocen las prácticas sostenibles durante la producción y comercialización.
Hace cinco años cuando Guillermo Navarro —quien actualmente es oficial forestal del Programa FAO-UE FLEGT— llegó a Petén, las comunidades apenas aprovechaban ocho de las 20 especies forestales incluidas en los planes de manejo. Esa madera tenía por destino final Estados Unidos y fábricas locales de muebles.
La misión de Navarro, cuando este trabajaba en el Centro Agronómico Tropical de Investigación y Enseñanza (Catie), era ayudarles a buscar nuevos productos y mercados. De esta manera surgió la oportunidad de comercializar madera de caoba para confeccionar instrumentos musicales.
“La caoba se comercializaba a un precio de $1.700 por metro cúbico hacia Estados Unidos de forma no diferenciada; pero encontramos un comprador -Two Old Hippies- que estaba dispuesto a pagar un precio de $3.500 por metro cúbico”, comentó Navarro.
La pérdida de biodiversidad como uno de los cinco principales riesgos para la economía mundial.
El 10% de la madera producida por las comunidades del Petén cumplía con las especificaciones técnicas necesarias para dar vida a guitarras. “Con el 10% de la madera logramos casi triplicar el ingreso anterior”, contó el experto.
De esos $3.500, el 70% de la ganancia queda en manos de las comunidades: 61,85% propiamente en los dueños de las concesiones (las comunidades) y 8,37% en insumos, servicios y regalías del bosque.
Para Navarro, otro punto a destacar está en las ganancias generadas a través de los impuestos que se recolectan a lo largo de la cadena de valor, cuyos ingresos se calculan en $128,24 por metro cúbico. “Por cada dólar que el Gobierno dio por concepto de incentivo a la concesión forestal, al final está recogiendo $16,87. Aquí vemos una sostenibilidad mutua: el negocio es rentable tanto para los actores de la cadena de valor como para la sociedad”, manifestó.
La comunidad de La Loma del Valle Alto, en Cochabamba de Bolivia, también ha sabido aprovechar los beneficios que trae consigo las buenas prácticas ambientales. Limbert Soto y su familia son dueños de parcelas que producen, a partir de sistemas agroforestales y silvopastoriles, alimentos como duraznos, manzanas, arvejas, cebollas rosadas, acelga, espinacas, coliflor, brócoli, tomate, maíz y papas.
La comercialización la hace a través de alianzas estratégicas con jóvenes emprendedores que lideran proyectos como BIOMIKUNA, una empresa gastronómica con identidad cultural, y Ñawpa Manka Mikhuna, un proyecto sociocultural y pedagógico con más de 30 años de existencia en Cochabamba.
“Nos propusimos generar y fortalecer un desarrollo económico local que permita a más familias de mi comunidad integrarse y desarrollar un modelo comunitario de producción que siga los principios de la cosmovisión andina de nuestros ancestros quechuas y la recuperación de saberes y tecnologías como la rotación de cultivos, selección y utilización de semillas nativas, utilización de abonos, herbicidas y plaguicidas naturales en la producción agropecuaria”, explicó Soto.
Estas parcelas familiares también producen hierbas medicinales como diente de león, manzanilla, cardo santo y cedrón.
“El haber trabajado en estas alianzas de campo-ciudad antes de la pandemia nos ha permitido contar con clientes seguros, que confían en la calidad y precio de nuestros productos”, manifestó Soto.
Transición
Según FEM, se necesitarán $2,7 billones al año, hasta 2030, para escalar la transición hacia una economía basada en la naturaleza. “Aunque significativa, esta inversión es comparable al reciente paquete de estímulo de $2,2 billones anunciado por los Estados Unidos en marzo de 2020 en respuesta al COVID-19”, indicaron los autores.
Si bien el sector privado cuenta con el capital y la flexibilidad administrativa para acelerar el cambio, según el informe, este requiere de la guía de los Gobiernos.
“La lucha contra el cambio climático es fundamental, pero no suficiente para detener la pérdida de biodiversidad y salvaguardar la naturaleza”, Foro Económico Mundial.
“Este desafío requerirá hacer frente a las fuerzas indirectas que subyacen a los factores que provocan la pérdida de naturaleza como son el comercio mundial, las pautas de producción y consumo, los mecanismos de gobernanza y los valores, y comportamientos de la sociedad, algo que las empresas por sí solas rara vez pueden hacer. Un cambio transformador que sea duradero requerirá mecanismos reglamentarios y normativos aplicables, y coherentes así como un cambio en los valores de la sociedad”, se lee en el informe.
Navarro coincide en recalcar la importancia de crear modelos de gobernanza que sean participativos. “Cuando existe una gobernanza fuerte, con reglas y derechos claros, hemos visto que el mercado sí puede ser una herramienta de sostenibilidad y conservación”, dijo.
La inversión en gobernanza, tecnología y servicios de desarrollo empresarial, según Navarro, permiten aumentar la resiliencia y eficiencia de los negocios basados en naturaleza para así escalarlos.
Ahora, esto tampoco puede ser una excusa. Aún sin hoja de ruta, las empresas pueden adoptar políticas empresariales de forma voluntaria y promoverlas entre sus proveedores, clientes y otros socios comerciales. “Aunque la acción empresarial voluntaria no suele bastar para lograr un cambio transformador, una masa crítica de empresas que adoptan normas similares y ambiciosas de responsabilidad ambiental y social mueve la meta de lo que es posible y deseable y cambia el cálculo de la toma de decisiones para las opciones reglamentarias”, destacaron los autores del FEM.
El otro reto yace en los mercados. Para Navarro, los negocios basados en naturaleza deben generar oferta constantemente, una que sea diversificada para no agotar los ecosistemas y, a la vez, esta oferta debe ser capaz de crear su propia demanda.
De allí se deriva la importancia de educar al consumidor para que este privilegie productos que provengan de fuentes sostenibles y legales, según Navarro.