Golfito, Puntarenas. La lancha cruza el golfo Dulce a toda velocidad con un pequeño tesoro a bordo: tres docenas de fragmentos de coral “plantados” en discos de cerámica, como parte de un experimento que busca revivir los arrecifes de estas aguas.
Unos minutos después, llegamos al centro de investigación, pero es imposible saberlo: está escondido. Varios metros bajo la superficie hay un laboratorio vivo donde se “cultivan” corales en dos grandes viveros sumergidos; allí son custodiados hasta que tengan el tamaño necesario para regresar a su hábitat natural.
Si los resultados de este proyecto piloto son positivos, podría ser el primer paso para replicar bajo el agua el éxito reforestador que Costa Rica logró en tierra firme durante las últimas décadas.
“Es como tener un vivero donde crecen árboles para repoblar un bosque. Esto es justo lo que hacemos”, explica Joanie Kleypas, científica del National Center for Atmospheric Research (NCAR) de Estados Unidos e integrante del equipo.
Esta es la primera aplicación sostenida en Costa Rica de la restauración de arrecifes coralinos, una técnica que ya se utiliza para cuidar corales en lugares como Florida, Fiji y Hawái.
Como dice la estadounidense, es parecido a una campaña de reforestación: un biólogo puede tomar semillas, plantarlas en un vivero en condiciones controladas y cuando las plantas tienen cierta altura las puede reintroducir al bosque.
Al igual que los bosques ticos hacia finales del siglo XX, los arrecifes están hoy en condiciones críticas por la acción humana: el calentamiento de las aguas los blanquea, la acidificación corroe sus esqueletos y la sedimentación altera el ecosistema. Les urge una mano amiga para crecer en un ambiente controlado.
En el golfo Dulce, las manos son las de Joanie y las de dos costarricenses: Tatiana Villalobos, asistente de investigación en el Centro de Investigación en Ciencias del Mar y Limnología (Cimar - UCR) y José Andrés Marín, estudiante de biología marina de la Universidad Nacional (UNA).
El trío navega la tarde de este jueves 30 de marzo por el golfo, buscando el punto donde están sumergidos los viveros; “plantaron” los primeros pedacitos de coral en julio del año pasado y desde entonces visitan el sitio al menos una vez al mes.
El experimento parece funcionar. Después de algunos ajustes iniciales, una primera “camada” de corales creció de manera estable y en unos meses estuvo lista para regresar a su hábitat natural.
Un día antes de esta visita, el grupo tomó 31 “macetas” con los corales que ya habían cumplido su ciclo de crecimiento y los ubicaron en un segmento del arrecife que había muerto.
Colocados a una distancia suficiente que les permita crecer, este primer grupo está esparcido en un área similar a la de una computadora portátil. La nueva generación que llega hoy en una hielera azul a bordo de la lancha tomará su lugar en el vivero.
Un estudiante de biología marina que los acompaña abre la tapa de la hielera y se queda viendo los 35 fragmentos de coral. Algo quiere decir e intenta explicarse en inglés, el idioma de facto del proyecto ante el español elemental de Joanie, pero se rinde. “La palabra que estoy buscando es enternecedor”, dice finalmente.
Los demás coinciden. Desde que empezaron a trabajar en este proyecto, el equipo considera a los corales sus “bebés”. En ellos depositan la esperanza de recuperar primero una parte del arrecife que usan para el proyecto piloto y, más adelante, ojalá, los de otras regiones de Costa Rica.
“Yo soy la mamá”, dice Tatiana, medio en broma y medio en serio, antes de ajustarse la máscara de buceo y colocarse las patas de rana. Con el tanque conectado, se sienta al borde de la lancha con la espalda hacia el mar y se deja ir. Los demás pronto la siguen.
Dos horas después, los cuatro suben de nuevo a la lancha, tras haber acurrucado a los fragmentos de coral en los viveros. Es una pequeña despedida. Los volverán a ver en un mes.
Esperanza bajo las olas.
Bajo el agua, José Andrés señala un orificio entre dos rocas y aparece la silueta oscura de una morena, un pez alargado que podría recordar, por su forma, a una serpiente pasada de peso. Como las otras criaturas de estas aguas, nos ignora y sigue en lo suyo.
Esa es la maravilla del arrecife coralino: permite que la vida continúe. Aunque ocupan 0.1% de la superficie oceánica del mundo, son hogar para cerca del 25% de las especies marinas; por esos los llaman las “selvas” del mar y en estos reinos sumergidos y callados empieza la vida submarina.
Esta mañana, sin embargo, el silencio lo rompe un sonido penetrante, como de metal contra piedra. Unos metros más allá, Tatiana martillea un coral para robarle un pequeño pedazo. Es lo que ellos llaman la “colonia donante”, el organismo del que toman un fragmento que servirá de base para el vivero.
Esta colonia está ubicada en Punta Adela, frente a la costa del Parque Nacional Piedras Blancas, y es la segunda que visitan hoy; unos kilómetros al sureste, en Punta Gallardo, está la otra “donante”. ¿Cuánto coral toman? No parece demasiado. Ambos fragmentos cabrían en una mano.
Esta es la primera fase de la restauración de arrecifes coralinos. Desde el barco, Joanie marca las coordenadas exactas del punto y, abajo, Tatiana registra la profundidad y la hora exacta en que tomó los fragmentos. Todo debe estar medido e identificado, pues trabajan con cuatro especies de corales diferentes.
Parte del interés de los científicos es entender cuál tipo de coral resiste mejor los cambios de temperatura. En otras palabras, cuál organismo está naturalmente dispuesto a vivir en las condiciones más calientes que experimentaremos en unas décadas.
De vuelta al bote y con las muestras en la hielera azul –que está conectada a un pequeño motor de oxígeno para estresar al coral lo menos posible–, el equipo avanza hacia un hotel que les presta sus instalaciones para la siguiente etapa: preparar las pequeñas macetas de cerámica y acomodar allí los fragmentos de coral.
Joanie y Tatiana toman cada pedazo y lo dividen con una sierra eléctrica que llevan con ellas. Algunos de los fragmentos son del tamaño de una uña, otros un poco más grandes, pero cuando terminan de cortarlos y los regresan al fondo de la hielera, los corales se ven más indefensos que nunca.
“La primera vez que hicimos esta parte, fue muy duro para mí cortarlos”, confiesa Joanie, quien cambió su máscara de buceo por unos anteojos de protección para manipular la sierra.
Cada fragmento tiene su propio disco de cerámica, que el equipo llama “hongo”. Con los corales cortados, Tatiana coloca sobre cada disco un poco de goma especial –que seca bajo el agua– y allí deposita un pedacito con unas pinzas metálicas.
Los hongos son instalados en pequeñas rejillas plásticas, en grupos de seis, y las científicas aseguran cada disco con un delgado hilo metálico. Seis rejillas (o “bandejas”) y 35 fragmentos después, la nueva camada está lista para subirse a la lancha y enrumbarse hacia el laboratorio acuático.
El proceso tardó cerca de dos horas y los huéspedes y empleados del hotel Nicuesa Lodge pasan por la mesa de trabajo a satisfacer su curiosidad. Al equipo le encanta; predican la palabra de pólipos y acidificación oceánica, buscando nuevos seguidores para su cruzada.
“Lo que estamos haciendo es mejorando las probabilidades de éxito de estos corales”, les explica Villalobos a dos turistas de cabello rubio.
Más que una atracción turística, al hotel (y a la economía local del golfo Dulce) le interesa que un experimento de este tipo se desarrolle en sus aguas. Los corales son una fuente de ingresos por turismo, pesca y protección costera y, para ellos, una especie de mecenas.
“Ir a ver los arrecifes es una de las cosas que más piden los turistas”, dice Allan Sanabria, subgerente del hotel.
Mientras ellas cortan y pegan, José Andrés y el otro estudiante que los acompaña hoy, y Daniel González, siguieron en la lancha hacia los viveros para quitarles la suciedad que se acumuló en el último mes. Cuando regresan al hotel, sus colegas están colocando la última bandeja en la hielera y están listas para salir.
Veinte minutos después, estamos sobre los viveros submarinos. Vistos desde arriba, parecen dos enormes antenas de televisión sumergidas o el esqueleto sin hojas de un árbol de Navidad artificial.
Un largo tubo blanco en posición vertical soporta otros tubos más delgados y cortos, como si fueran ramas, y toda la estructura está anclada al fondo marino para evitar que la corriente la arrastre. Estas guarderías fueron construidas con varillas de PVC e instaladas a mediados del 2016.
Tal vez la imagen del árbol navideño sea más apropiada: de sus “ramas” están suspendidas las bandejas plásticas y una serie de largos hilos de donde penden fragmentos de coral. Con el equipo de buceo, los científicos van colgando las nuevas bandejas, absortos en su ritual submarino. En unos meses esperan hallar aquí un regalo.
Corales en peligro.
El inicio del 2016 fue un mal momento para los corales. El calentamiento de las aguas provocado por el fenómeno El Niño y la acción humana blanquearon y mataron arrecifes por todo el mundo, incluyendo los del golfo Dulce.
Este es uno de los efectos esperados del cambio climático. Según el último reporte del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático, publicado en 2015, el 75% de los corales del planeta sufriría blanqueamiento severo hacia mitad de siglo; de mantenerse el impacto humano sobre el clima, muchos morirán.
Justo en esta coyuntura, Joanie llegó al Cimar-UCR para un semestre sabático lejos de NCAR. Traía bajo el brazo $100.000 del premio Heinz, que ganó en 2011, y la intención de desarrollar un proyecto de restauración de arrecifes. Un colega le presentó a Tatiana y juntas empezaron a darle forma a la idea.
Semanas después, luego de una charla donde la estadounidense mencionó que estaba interesada en montar un proyecto de restauración, alguien tocó a la puerta de su oficina. Era José Andrés.
“Le dije: estoy interesado y quiero aprender. Hablamos como una hora y una semana después me llegó un correo”, recuerda el joven
En conjunto empezaron a darle forma al proyecto piloto, aprovechando que algunos corales del golfo Dulce parecían capaces de experimentar unos meses calientes y vivir para contarlo.
Un año después, el trío estaba taladrando el fondo marino para reintroducir sus primeros 31 “bebés”. Algunos fragmentos de la primera camada duplicaron su tamaño inicial en cinco meses y volvieron a casa, ahora más fuertes.
“Lo que falta es el momento clave del proyecto: ir este fin de semana para ver si en el arrecife sobrevivió lo que plantamos”, dice José Andrés.
Si funciona –y ellos lo sabrán este 22 y 23 de abril, cuando regresen al golfo–, ¿qué haría falta para replicar bajo las aguas el éxito reforestador del país? Muchos, muchos más corales.
Los viveros del proyecto pueden contener ahora 150 fragmentos de coral a la vez, una cantidad ínfima para la magnitud del reto. Costa Rica necesitó cientos de miles de arbolitos, sino millones, y la voluntad y el dinero estatal para recuperar su cobertura forestal en las últimas décadas.
Por ahora, y en esto son enfáticos, es apenas un piloto para demostrar que es posible. Con estos primeros esfuerzos podrán, a lo sumo, poblar uno o dos metros cuadrados de coral, pero la “recoralización” de los arrecifes ticos –o incluso de los del golfo Dulce– está fuera de su alcance.
Hay otros con más camino recorrido, como el Laboratorio de Investigación Tropical Mote, en el cayo Summerland, Florida. Allí, el equipo, liderado por el biólogo marino Dave Vaughan, reintrodujo 20.000 pequeños corales el año pasado.
Esta es una medida paliativa para ganar tiempo, reconoce Vaughan, en tanto no logren resolver el verdadero pendiente para salvar los corales del cambio climático: reducir las emisiones que provocan el efecto invernadero.
“La restauración de corales nos puede dar una ventaja de 10, 50 o 100 años, pero si la temperatura de los océanos sigue aumentando, no habrá mucha esperanza”, dijo Vaughan, quien visitó el golfo Dulce en 2016 para ver, de primera mano, el proyecto en aguas ticas.
Eso no lo detiene: en 2015, su laboratorio recibió una inversión de $7 millones para hacer posible su meta de reintroducir un millón de fragmentos en los próximos cinco a 10 años.
“Por siglos hemos sabido que podemos reforestar, pero por primera vez en la historia tenemos la tecnología para poder hacer lo mismo con los corales”, dice.
Al Mote irán Tatiana y José Andrés a mediados del 2017 para aprender del equipo estadounidense y regresar a Costa Rica con nuevas ideas.
Ambos siguen empecinados en recuperar los corales: ella está diseñando, como parte de su maestría, una estrategia para integrar a las comunidades costeras de Golfito a la conservación de arrecifes, mientras que José Andrés quiere crecer corales en piscinas de agua salada en tierra, en vez de hacerlo en el agua, como ya lo hace el Mote.
Si la temperatura de los océanos sigue aumentando, los arrecifes necesitarán muchas ideas como las de ellos, al menos hasta que la sociedad cambie sus conductas sobre la tierra.
“Yo lo llamo nuestro período del Arca de Noé. ¿Qué vamos a hacer entre ahora y cuando las cosas mejoren? Tenemos que encontrar una manera de mantener estos ecosistemas”, confiesa Joanie.
¿Cuántos fragmentos logrará albergar esa arca? ¿Cuántos arrecifes logrará rescatar? Los científicos no lo saben y todavía no los desvela. Mes a mes, volverán al golfo Dulce para sumergirse y seguirla construyendo, un coral a la vez.