El comercio y los viajes conllevan una responsabilidad compartida en materia de bioseguridad.

Por Helen Nahrung / Traducido al español por Debbie Ponchner

En septiembre de 2022, acababa de llegar a Nueva York procedente de Virginia Occidental, en mi viaje de regreso a Australia. Abrí mi maleta y salieron caminando tres chinches hediondas marrones marmoleadas, insectos que son graves plagas invasoras. Estos insectos dañan los cultivos y los árboles durante el verano y son una molesta plaga en las casas durante el invierno. Son tan malas que figuran entre las 42 plagas vegetales prioritarias de Australia —una lista en la que nadie quiere estar—.

Por supuesto no fue mi intención empacarlas: aparentemente se habían colado en mi habitación de Virginia Occidental y se habían escondido en mi armario. ¡En mi armario! Donde estaba mi ropa. Que ahora estaba en mi maleta. Que podría haber abierto en Australia tal como hice en Nueva York.

Fue horroroso, sobre todo para mí, una entomóloga que estudia específicamente los insectos invasores. Todavía me mortifica la idea de haber estado a punto de traer la chinche hedionda marrón marmoleada a Australia.

No habría sido la única. Los insectos se han desplazado inadvertidamente con los humanos desde que estos se desplazan: pensemos en las ladillas o piojos del pubis, gorgojos, chinches, cucarachas, mosquitos y pulgas de rata que acompañaron a los primeros viajeros. A medida que se extendió el transporte mundial, también lo hizo la translocación de estos pasajeros no deseados. Al comerciar con plantas entre países y continentes, rompimos barreras geográficas que habían existido durante millones de años, y proporcionamos nuevos y ricos hábitats y fuentes de alimento a los insectos, lejos de sus competidores y enemigos habituales en su lugar de origen.

En la actualidad, hay más de 7.000 especies de insectos introducidos accidentalmente que viven fuera de su área de distribución nativa. Aunque solo una pequeña proporción causa daños, se calcula que cuestan al menos 70.000 millones de dólares al año. Una de ellas, el escarabajo barrenador esmeralda del fresno, originario de Asia, figura entre las 10 peores especies invasoras, que incluyen vertebrados y malas hierbas (otra lista en la que nadie quiere estar). En las dos décadas transcurridas desde su llegada a Estados Unidos —probablemente en embalajes de madera importada— ha matado decenas de millones de fresnos.

El ritmo de entrada de especies invasoras en las naciones no muestra signos de ralentización; podría estar acelerándose.

Que aumenten las invasiones de insectos no significa necesariamente que los países estén fracasando en la bioseguridad: los fallos son mucho más evidentes que los éxitos, que son más difíciles de cuantificar y en gran medida pasan desapercibidos. A nivel mundial, existen numerosas medidas de mitigación diseñadas para reducir los riesgos. Entre ellas se encuentran las normativas prefronterizas que equilibran la economía del comercio con el riesgo de introducir nuevas especies (los requisitos de importación de Australia que exigen la fumigación en alta mar en la temporada alta de dispersión de la chinche hedionda marrón marmoleada, por ejemplo, retrasaron la entrega de mi automóvil nuevo el año pasado). Hay inspecciones fronterizas, que incluyen el uso de perros rastreadores y dispositivos acústicos que pueden oír a los insectos excavadores; tratamientos en la frontera y medidas de vigilancia y erradicación tras pasar las fronteras.

Así que, se ha hecho mucho. Pero también es cierto que la gente ha sido en gran medida ajena a este problema durante demasiado tiempo. Las medidas estrictas de bioseguridad son relativamente recientes, y en algunos países siguen siendo inadecuadas. Se prevé que Europa reciba el mayor número de nuevas especies invasoras en los próximos 25 años, y existen lagunas documentadas en sus medidas de bioseguridad. Por ejemplo, a menudo no se inspeccionan las plantas cuando cruzan las fronteras terrestres, lo que puede facilitar las invasiones de insectos.

En los círculos de bioseguridad decimos que “la invasión engendra invasión”: cuantas más regiones haya en que una especie es invasora, son más regiones desde las que puede propagarse. Los países con una capacidad de bioseguridad limitada se convierten en un riesgo para los que tienen una bioseguridad más estricta. Así que este es un problema de todos.

Tengo colegas que trabajan para reforzar la bioseguridad en los países vecinos de Australia en beneficio de todos: colaboran con el Centro Australiano de Investigación Agrícola Internacional y con la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación para mejorar la bioseguridad en el sudeste asiático y en África. Muchos otros países se beneficiarían igualmente de una mayor cooperación internacional.

Hay muchos buenos proyectos de educación y ciencia ciudadana que conciencian a la gente del impacto de las especies invasoras. Una cuarta parte de las últimas invasiones de plagas forestales en Australia fueron detectadas por ciudadanos. La participación ciudadana es un pilar fundamental de nuestro nuevo programa nacional de vigilancia de plagas forestales, diseñado para mejorar la detección precoz de especies invasoras. Cuantas más iniciativas como estas, mejor.

Por supuesto, la predicción del riesgo es imperfecta —algunos insectos no son plagas en su país de origen, por lo que es difícil predecir su impacto en otros lugares; otros ni siquiera eran conocidos por la ciencia hasta que se convirtieron en invasores—. Y hay fuerzas difíciles de controlar, como el contrabando o la introducción voluntaria de insectos exóticos o sus huéspedes. Por ejemplo, un insecto chupador de savia llamado cochinilla gigante del pino se introdujo intencionadamente en los pinos del Mediterráneo, porque las abejas se alimentan de la melaza de ese insecto para fabricar la valiosa miel de pino. Pero la cochinilla gigante del pino está matando árboles, sobre todo con la presión adicional del cambio climático.

Y luego están los accidentes, incluso de las personas mejor intencionadas.

Cuando por fin llegué a Brisbane, abrí la maleta con inquietud y un bote de insecticida en la mano, y me sacudí la ropa con las ventanas cerradas. No voy a ser la zona cero de una incursión de la chinche hedionda marrón marmoleada. Al menos, no esta vez. Ahora solo falta que cada uno ponga de su parte.

Este artículo apareció originalmente en Knowable en español, una publicación sin ánimo de lucro dedicada a poner el conocimiento científico al alcance de todos. Suscríbase al boletín de Knowable en español

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