Una salida de campo, a una de las zonas paleontológicas más ricas de Colombia, se convirtió en la oportunidad para una estudiante de periodismo de encarar los argumentos de su papá en contra del calentamiento global.
Katherine Cely Sanabria
Era sábado cuando emprendí un viaje al Desierto de la Tatacoa, ubicado en el departamento del Huila, Colombia. En el bus, caí en la tentación de adelantarme a mi destino buscando fotos de los paisajes en Google. Lo primero que apareció en la pantalla del celular fueron imágenes del Laberinto del Cusco, una de las zonas más turísticas por su estructura rocosa, un verdadero laberinto de rocas sedimentarias y arena con tonalidades rojizas y grises. La erosión a lo largo de millones de años fue creando estas elevaciones y cañones, este terreno irregular.
Todo el desierto, que en realidad es un bosque seco tropical, se extiende por casi 330 kilómetros cuadrados. Un horno que calienta en promedio a 38°C. Cuando llegué a la vereda La Victoria, al norte del desierto, me llevé una gran sorpresa: no se parecía a las fotos turísticas. Era un lugar con casas de un solo piso, todas sobrias, entre vías sin pavimento y perros deambulando.
Allí, me dirigí al Museo de Historia Natural de la Tatacoa. Este museo fue construido por Andrés Vanegas y su hermano Rubén.
Desde que eran niños, los hermanos comenzaron a recoger fósiles guiados por su intuición, eran autodidactas. Hasta hace unos pocos años por fin lograron el apoyo de paleontólogos reconocidos como el colombiano Carlos Jaramillo, investigador del Instituto Smithsonian de Panamá.
Sentada escuchando la charla acerca de las criaturas que habitaron la Tatacoa hace 13 millones de años, me impactó oír sobre animales acuáticos y ver fósiles de tortugas enormes.
Sólo podía pensar:
—¿Cómo así que tortugas en un desierto, si acá no hay ríos ni mucho menos mar? Entonces, ¿cómo es que llegaron fósiles de estos animales acá?
La respuesta tiene que ver con el cambio climático, pero uno diferente al que experimentamos hoy. Me invadieron muchas preguntas. Llevo casi cinco años debatiendo y discutiendo con mi papá acerca de este asunto. Él no cree que el cambio climático que hoy vive el planeta sea real. Piensa que es natural, que nada tiene que ver con las actividades humanas. Y su hábil retórica me tenía en desventaja. Palabras más, palabras menos, mi papá argumenta que el cambio climático es un invento de la agenda globalista y siempre sacaba de la manga argumentos “científicos” que me ponían en jaque.
Cambio en el norte de Suramérica
Andrés Vanegas, uno de los hermanos, me sacó de estos pensamientos cuando nos contó que la Tatacoa es un bosque seco tropical y que, hace millones de años, el clima era más húmedo, por lo tanto, albergó diversas especies de mamíferos y reptiles.
Hay rastros de perezosos (Borhyaenidos), un grupo de animales que tenían diferentes tamaños: desde pequeños similares a un zorro hasta grandes como hienas y lobos. También había caimanes gigantes. De hecho, el Purussaurus neivensis, el caimán más grande del que se tiene registro en el país, fue descubierto aquí. También habitaron los sebécidos, que eran el mayor predador en tierra firme, similar a un cocodrilo.
Hace unos 23 millones de años ocurrió un cambio significativo en el norte de Sur América debido a la actividad de las placas tectónicas de Nazca, Suramericana y Caribe. La región que más tarde se convertiría en el Desierto de la Tatacoa era entonces una exuberante selva húmeda que albergaba una variada y abundante fauna. Los movimientos geológicos de las tres placas originaron la elevación del norte de la cordillera de Los Andes, un cambio telúrico que marcó un punto de inflexión en la historia natural de la región.
En los milenios siguientes, con la elevación de la cordillera, el patrón climático se alteró. La región de la Tatacoa, que una vez fue frondosa y húmeda, quedó prácticamente sin lluvias. Además, el gradual aumento del terreno -debido al movimiento de las placas tectónicas- drenó las tierras inundadas y cambió el curso de antiguos ríos, llevándose consigo el ecosistema de selva húmeda y su rica fauna.
La Tatacoa nos recuerda a cada paso que el planeta está en constante cambio y que cada modificación, grande o pequeña, conlleva la pérdida irremediable de formas de vida únicas y valiosas.
Aún quedan rastros de ese lejano pasado. Caminar por el desierto es, literalmente, ir pisando fósiles sin uno saberlo. Cuentan los campesinos que, mientras aran la tierra, encuentran restos de caparazones de tortugas gigantes, así como restos de otras criaturas para las que ni siquiera tienen nombre.
El cambio climático que se vive
Más tarde, mientras me encontraba en la piscina del hotel, observando el cielo estrellado, volví a pensar en el argumento de mi papá sobre cómo las temperaturas nocturnas demuestran que no hay cambio climático. No recordaba exactamente cuál era su razonamiento, así que le escribí por WhatsApp.
Al día siguiente, contestó: “La hipótesis es que el supuesto aumento del dióxido de carbono (CO2) produce un efecto invernadero. Se dice que, por culpa del CO2, el calor del sol no puede escapar al espacio y por eso se está acumulando. Pero, ¿qué pasa que las temperaturas nocturnas no están aumentando? El diferencial de las temperaturas es igual. Es decir, en la noche escapa la misma cantidad de calor que venía escapando todo el tiempo. Entonces, si en la noche el calor escapa de igual forma, no existe tal efecto invernadero”.
Otro argumento que me dio es que “cuando hay más nubosidad, el calor se conserva y la nubosidad no depende del ciclo del CO2 sino del ciclo del agua, las corrientes, los vientos. Esa hipótesis del efecto invernadero no tiene mucho sentido”.
Al escuchar su audio, cuando me encontraba en el autobús camino al Laberinto del Cusco, volví a quedar desanimada, pues no sabía cómo contradecir esos argumentos de temperatura y nubosidad.
A mi lado estaba mi profesor Pablo Correa, quien ha dedicado su carrera de periodismo a las ciencias, así que decidí preguntarle si creía en el cambio climático. Me respondió que sí y, sorprendido, me preguntó por qué le había hecho esa pregunta. Así que le conté que mi papá y yo llevamos años en una discusión sin salida al respecto, impulsada porque, al ser tan parecidos, cuando nos apasionamos por un tema lo investigamos a fondo y lo defendemos con las uñas. Además, lo dejé escuchar los audios.
Él fue quien me puso en contacto con Juan Diego Soler, un astrofísico que trabajó como científico en el Instituto Max Planck de Astronomía en Alemania y ahora es investigador del Instituto Nacional de Astrofísica de Italia. En 2020, Soler reportó el hallazgo de una enorme estructura de gas hidrógeno en el extremo opuesto de la Vía Láctea: el filamento Magdalena.
Por medio de audios, a través de la distancia, me llegaron sus contraargumentos para mi papá. El primero: el razonamiento de las temperaturas nocturnas es equivocado. Y la explicación es sencilla: lo que los científicos han medido para saber si el planeta se está o no calentando es un promedio de temperaturas, una suma de la temperatura diurna y la temperatura nocturna. Entonces, aunque existe oscilación entre temperaturas diurnas y nocturnas, la temperatura promedio global de la Tierra sí está aumentando.
En cuanto al tema de la nubosidad, Soler me explicó que no tiene nada que ver con el cambio climático por una simple razón: las nubes pueden bloquear una parte de la luz visible pero no bloquean la radiación infrarroja del espectro de luz, que es la que realmente calienta la Tierra. Opera igual que un microondas: el envase donde está la comida, no bloquea los rayos infrarrojos que la calientan. En cambio, las partículas de CO2 y otros gases de efecto invernadero, que no vemos porque son incoloros, pero que por sus propiedades sí bloquean el paso de la luz infrarroja, no dejan que escape ese calor que entra a la Tierra.
Mi papá está pensando sólo en la luz visible y desconoce la energía infrarroja. Ese es el error de sus argumentos. De alguna manera, está siendo víctima de sus propios ojos y percepciones humanas, dijo Soler.
En medio del calor tan sofocante en el que me encontraba, mientras caminaba entre las rocas del Cusco, conversando con un señor que vendía helados, le pregunté si siempre este lugar era así de caluroso, a lo que me respondió: “No, hoy más bien está fresco, hay días que el calor es más fuerte.” “Dios mío, yo me siento en un horno”, le respondí. Se rió y me dijo que cuando era niño el calor no era así, pero que terminó acostumbrándose.
Mi papá no niega que exista un aumento de temperatura. “Eso es innegable”, se escucha en uno de sus audios, “pero ese aumento no es porque se escape menos calor sino porque hay más calor, es decir, será que el sol está aumentando su radiación, o será que las mareas, los vientos, toda la climatología hace que haya más calor, más no porque haya un efecto invernadero como tal. La hipótesis del efecto invernadero no es la respuesta; hay que seguir investigando”.
La respuesta del científico ante este nuevo argumento fue que el sol está siendo monitoreado todos los días con sondas por fuera de la atmósfera terrestre, por ejemplo, por el satélite de dinámica del sol de la NASA, los satélites de la Unión Europea e incluso hace unos meses por un satélite de la India. Me explicó que tenemos muchos datos de cambios de temperatura a lo largo del tiempo que no concuerdan con los ciclos observados en el sol pero sí con la concentración de CO2 en la atmósfera.
Para reforzar la idea, Soler dijo que “la mayor parte de los gases de efecto invernadero han sido puestos en la atmósfera en los últimos 30 años. Se han emitido más gases de efecto invernadero en la atmósfera en dicho periodo que en el periodo de finales de la Segunda Guerra Mundial, que fue el otro gran impacto de la actividad industrial. Entonces, sí hay algo que está aumentando y es la concentración de gases de efecto invernadero, y por la industrialización y circunstancias históricas, sabemos que es a causa de la actividad humana”.
Uno de los argumentos que más me interesó fue que “el cambio climático es un fenómeno que va más allá de nuestros sentidos y se basa en estudios multidisciplinarios que involucran a científicos, investigadores y expertos de diversas disciplinas, como la climatología, la meteorología, la geología, la biología, la física, la química, la ecología, la ingeniería ambiental y la ciencia de datos. El método ha sido comprender los patrones y tendencias en el clima a lo largo del tiempo y cómo están cambiando debido a las actividades humanas y naturales”.
Al llegar a Bogotá, me puse a organizar el trabajo de reportería, a leer sobre el cambio climático y a entender lo que Vanegas había explicado sobre el Desierto de la Tatacoa. Acudí a artículos como Paleodiversidad Colombia: un pasado de biodiversidad revelado por sus fósiles y otras lecturas.
Mientras sigo tratando de entender este fenómeno, me es inevitable pensar que, si bien el planeta Tierra ya ha sufrido cambios naturales drásticos a lo largo de la historia -como lo ejemplifica la Tatacoa-, ahora estamos viviendo un cambio climático también muy fuerte a causa de la actividad industrial que los humanos realizamos constantemente en procura del desarrollo.
A mi papá, después de escribir esta crónica, ya no pretendo imponerle nada, ni la “creencia” del cambio climático, ni ganarle en debates, ni que lleguemos a nuestro típico “quedamos en tablas”.
Ahora que lo pienso, esta crónica me ayudó a entender que la ciencia nos ha llevado más allá de lo que perciben nuestros sentidos para alertarnos de un fenómeno producto del ser humano y sus avances.
Lo real no es sólo lo que es visible a los ojos y negarse a escuchar esta advertencia puede salirnos caro.
Este artículo es parte de COMUNIDAD PLANETA, un proyecto periodístico liderado por Periodistas por el Planeta (PxP) en América Latina, del que Ojo al Clima forma parte.