Las seis playas que componen el Parque Nacional Marino Ballena, en Osa, evidencian afectación por erosión costera, lo mismo que los manglares y la vegetación cercana a la costa.

El calentamiento global desencadena una serie de dinámicas -como el incremento del nivel del mar, fuerte oleaje y marejadas- que provocan que el mar vaya adentrándose cada vez más en la costa y, al hacerlo, carcome los bordes de las playas, acortándolas y modificándolas.

En playa Uvita, por ejemplo, las palmeras tienen sus raíces expuestas debido al impacto de las olas y su consecuente erosión; algunas ya están secas y otras lo suficientemente inclinadas como para caer. Para Catalina Molina, directora de Fundación Keto, eso es indicativo de que la playa ya perdió su perfil de equilibrio.

Como una medida de adaptación al cambio climático, y gracias a los recursos aportados por el Fondo de Adaptación de Naciones Unidas que son administrados por Fundecooperación, los investigadores están ejecutando un proyecto de reforestación con el objetivo de fortalecer la cobertura vegetal en la franja costera para así contener la pérdida de playa y, a la vez, esas plantas estarían capturando carbono y brindando sombra.

El proyecto lo venían implementando, con ayuda de voluntarios, desde 2019. Sin embargo, la pandemia dificultó las labores debido al cierre de playas y áreas silvestres protegidas. “La pandemia interrumpió la periodicidad con que se venía haciendo el trabajo de campo, eso afectó los resultados y la manera en que los grupos locales se venían involucrando con el proyecto”, comentó la directora de Fundación Keto.

Molina fue una de las investigadoras que compartió su experiencia en el encuentro titulado “Desafíos de los proyectos locales de conservación en un escenario post pandemia en América Latina”, el cual fue convocado por Fundación Rufford con apoyo de MarColab.

“Lo que queríamos era exponer los desafíos de investigar y conservar en tiempos de pandemia, precisamente para mejorar y superar algunos obstáculos que experimentamos en el 2020. Ciertamente, los investigadores, los donantes y los gobiernos no dimensionamos el impacto que tendría COVID-19 en los proyectos locales de conservación y es hora de aprender de lo vivido”, comentó Damián Martínez, ex becario de Fundación Rufford y organizador del encuentro.

Desafíos

Otro de los desafíos señalado por Molina se relaciona a la colaboración de operadores turísticos y guías locales. El turismo siempre apoya las labores de investigación y conservación, ya sea facilitando los traslados en bote o tomando directamente datos.

Con la contracción económica derivada de la pandemia, los operadores turísticos y guías no pudieron ayudar tanto como antes. Marta Cambra, investigadora del proyecto “La vida secreta de los tiburones” del Centro de Investigación en Ciencias del Mar y Limnología (CIMAR-UCR), también lo experimentó.

Uno de los sitios donde Cambra realiza investigación es el Parque Nacional Isla del Coco. Para llegar allí, la investigadora y su equipo dependen de los viajes que empresas turísticas realizan a esta área marina protegida. Con la pandemia, la frecuencia de esos viajes mermó y, durante un tiempo, incluso se suspendieron.

Cambra también tuvo que lidiar con el cierre de las universidades y, por tanto, se quedó sin asistentes de investigación por un tiempo, quienes solían ayudarle a analizar los videos capturados por las cámaras submarinas. “El proyecto estuvo parado por unos meses y ya luego buscamos la forma de tener asistentes que nos ayudaran desde sus casas”, dijo.

Mario Espinoza, colega de Cambra en el CIMAR-UCR y líder del proyecto “En busca del pez sierra”, también sufrió por falta de asistentes cuando se reanudó el trabajo de campo a finales de 2020. Debido a los protocolos sanitarios, la cantidad de personas permitida en los vehículos se limitó y eso llevó a restringir la cantidad de asistentes. Lo mismo pasó en los botes, los cuales vieron su aforo limitado para garantizar el distanciamiento entre las personas.

“Son cosas a las que uno se va acostumbrando y creo que es importante retomar el trabajo porque uno se da cuenta de que mucha gente a nivel local no solo depende del turismo, también depende de la investigación porque esta genera trabajo y oportunidades para reactivar la economía”, destacó Espinoza.

A partir de muestras de agua, los investigadores buscan trazas de material genético de las dos especies de pez sierra reportadas en el país con el fin de detectar al animal, aunque no se le haya visto. A esta técnica se le conoce como ADN ambiental y, en un primer análisis, se logró detectar una de las especies en la cuenca del río San Juan.

“Tuvimos un poco de suerte porque la mayor parte de las muestras de ADN ambiental las habíamos tomado en el 2019”, dijo Espinoza y agregó: “la pandemia lo que vino a desestabilizar fue la fase de análisis que estábamos haciendo en conjunto con los colegas de Australia, porque ellos debieron suspender el trabajo de laboratorio. Tuvimos un periodo en que prácticamente no pudimos avanzar con los análisis hasta que a ellos les aprobaron volver presencialmente al laboratorio y pudieron acceder a las muestras”.

La reorientación de los fondos que estaban destinados a conservación e investigación fue otro de los desafíos señalados por Molina. “Ahora se están redireccionando a un componente sanitario y reactivación económica. Otros fondos se han congelado a la espera de ver cómo evolucionará la pandemia”, detalló.

Las raíces expuestas de las palmeras es uno de los síntomas de una playa afectada por erosión costera, como es el caso de playa Uvita en el Parque Nacional Marino Ballena. El proyecto de reforestación, liderado por Fundación Keto, busca establecer la vegetación en la línea de costa para mitigar este problema. (Foto: Daniela Linares / Fundación Keto / Archivo).(Créditos: Daniela Linares / Fundación Keto / Archivo)

Adaptación y resiliencia

Desde su planteamiento, el proyecto liderado por Cambra incluyó un componente de fortalecimiento de capacidades dirigido a los guardaparques, con el fin de involucrarlos en la toma de datos. Con los funcionarios de Isla del Coco trabajan desde 2017 y recientemente iniciaron labores con los de Isla del Caño y el Área de Conservación Guanacaste (ACG).

“Establecer este tipo de cooperación les permite a ellos involucrarse directamente en la toma de datos, en las áreas marinas protegidas donde trabajan, y eso -posteriormente- les va permitir tomar decisiones de manejo dentro del área, sin necesidad de depender de agentes externos para la toma de esos datos. A nosotros nos ayuda mucho porque nos garantiza la toma de datos a largo plazo al disponer de personal técnico ya capacitado y también poder aprovechar los recursos existentes en algunas áreas protegidas”, argumentó Cambra.

Ese personal ya capacitado permitió al proyecto seguir recolectando datos, aún en ausencia de los investigadores, para así no tener vacíos de información que pudieran distorsionar los resultados de la investigación.

Para Michelle Monge, investigadora del Instituto Internacional en Conservación y Manejo de Vida Silvestre (ICOMVIS-UNA), los guardaparques fueron los grandes aliados para darle continuidad a los proyectos de investigación y conservación en este primer año de pandemia.

Anteriormente, en el marco del Programa de Educación Biológica del ACG, los investigadores del ICOMVIS-UNA habían entrenado a los funcionarios en el uso de iNaturalist, una herramienta de ciencia ciudadana que es utilizada a nivel mundial.

Monge trabaja en un proyecto de atropellos de fauna. Debido a la pandemia, los investigadores no pudieron salir de gira en todo el 2020. Ante esta situación, los guardaparques se dispusieron a colaborar con el monitoreo.

“Así pudimos hacer una pequeña base de datos. Si bien no es la misma metodología que venimos aplicando desde hace varios años, que nos permitiría comparar directamente el impacto de la pandemia ante las restricciones vehiculares, sí son datos valiosos para saber en qué parte de la carretera están muriendo los animales y cuáles especies”, destacó Monge.

Las comunidades también fueron grandes aliadas de los investigadores. Diego Gómez trabaja en monitoreo participativo tanto con guardaparques como comunidades en Costa Rica y Colombia. “Las personas que estaban liderando estos procesos en campo, que eran los guardaparques y la comunidad local, pudieron continuar con el monitoreo de especies, con algunas adaptaciones debido a los protocolos de bioseguridad”, comentó.

“El llamado aquí es que los procesos de conservación no sean dominados por las organizaciones porque, ante eventos como una pandemia, se puede interrumpir esa continuidad”, agregó Gómez.

De hecho, las comunidades permitieron continuar con los cuatro proyectos de monitoreo de tortugas marinas coordinados por Daniela Rojas del Centro de Rescate de Especies Marinas Amenazadas (CREMA). Rojas y su equipo toman datos en cuatro playas de anidación ubicadas en península de Nicoya. Para ello suelen depender de voluntarios internacionales, quienes cancelaron su viaje debido a la pandemia.

“A pesar de todo, muchos miembros de la comunidad nos brindaron su apoyo y trabajo voluntario en las playas de anidación durante toda la temporada”, manifestó Rojas visiblemente agradecida con los vecinos.

El proyecto de reforestación estableció dos viveros en comunidades aledañas al Parque Nacional Marino Ballena. Luis Monge y Oscar Brenes inspeccionan el vivero ubicado en Reserva Tortuga. (Foto: Daniela Linares / Fundación Keto / Archivo).(Créditos: Daniela Linares / Fundación Keto / Archivo)

Virtualidad

Muchos procesos de conservación se hacen de la mano de las comunidades y organizaciones locales, aunque en algunos casos se recurrió a las plataformas virtuales, la brecha digital se hizo evidente. No solo se presentaron problemas de conexión a Internet y desconocimiento en el uso de la herramienta sino que también la pantalla impuso una barrera al diálogo, ya que no todos los actores se sentían a gusto interactuando en sesiones virtuales.

Esta brecha digital, según Molina, repercutió en la participación de los actores pero también en la invisibilización de los mismos e incluso contribuyó a los conflictos. “Aunque exista el acceso y la posibilidad de realizar reuniones virtuales, sí he notado que se rompe la empatía y la sinergia por querer alcanzar objetivos comunes. También, cuando se trabaja con grupos donde hay que manejar conflictos, se vuelve sumamente difícil esa situación impersonal”, comentó Molina.

Para Andrea Montero, gerente de conservación de la Fundación de Amigos de Isla del Coco (FAICO), la pandemia también evidenció otras brechas sociales como la de género, ya que las labores de cuido se recargaron en las féminas y esto derivó en una menor participación de ellas en las reuniones virtuales.

“Debemos resolver brechas no solo ahora en la pandemia, porque son brechas que venimos arrastrando históricamente, sino verlo como una lección aprendida para cuando vayamos retomando lo presencial”, destacó Montero.

La virtualidad también trajo consigo aspectos positivos. Según Montero, muchas personas que antes no podían participar de reuniones debido a la lejanía y los costos que implicaba su traslado al sitio de reunión, durante la pandemia pudieron participar gracias a que tenían acceso a Internet.

Oportunidades

Si bien la pandemia desafío a los investigadores, estos también supieron identificar y aprovechar oportunidades. En el caso del proyecto de Cambra, se tramitaron permisos especiales para recolectar datos en ausencia del ser humano y así ver lo que estaba pasando en los ecosistemas marinos.

“El año pasado, con COVID-19, estábamos viviendo una situación excepcional. Se presentó una oportunidad, dados los cierres, para tomar datos y así conocer el efecto del turismo y la pesca”, dijo Cambra y añadió: “los guardaparques de Isla del Coco e Isla del Caño nos ayudaron con la toma de esos datos”.

En cuanto a Espinoza, la pandemia le permitió fortalecer el trabajo en redes virtuales de investigación y conectar con otros colegas con miras a establecer convenios de cooperación. “Muchos investigadores monitoreamos de forma acústica especies de peces, tiburones y otros. Hemos estado hablando de compartir esos datos a nivel regional para responder preguntas específicas sobre la pandemia. Como continuamos monitoreando la vida marina, porque tenemos los receptores en el agua, pues se nos presenta una oportunidad”, declaró el investigador de CIMAR-UCR.

Si bien en Costa Rica se establecieron medidas sanitarias, en otros países estas fueron más restrictivas. “Ese es el caso de unos investigadores en Canadá a quienes les cerraron completamente la investigación que estaban haciendo, aunque tenían los fondos. Eso los motivó a querer colaborar e ideamos un proyecto conjunto donde ellos inyectaron fondos para realizar el trabajo de campo en Costa Rica. Entonces, terminamos arrancando con un proyecto completamente nuevo en medio de la pandemia”, manifestó Espinoza.

Por su parte, Molina viene trabajando desde hace más de una década con operadores turísticos en Bahía Ballena en el eco sello llamado Estrella Marina, que es un programa de buenas prácticas de turismo marino para así minimizar el impacto ambiental de la actividad, adaptarla al cambio climático, mejorar la operación en cuando a seguridad y servicio, etc.

Con la pandemia, identificamos que era necesario adaptar el eco sello a las nuevas demandas sanitarias y ese es un trabajo que venimos haciendo. Ya estamos pronto a iniciar las capacitaciones, aunque los operadores turísticos ya tienen muy buena información y ya aplican protocolos, pero aún así tenemos más contribuciones que hacer para que ellos puedan tener una operación mejor, diferenciada y les pueda crear un valor agregado que los beneficie a nivel competitivo en el nuevo contexto que estamos viviendo”, comentó Molina.

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