Si el planeta se comportara como el cuerpo humano, se podría decir que sufre de una enfermedad crónica llamada cambio climático. Sus síntomas vienen presentándose desde hace tiempo y, en las últimas décadas, se han agravado. Lamentablemente, el vivir entre inundaciones, sequías e incendios forestales se está normalizando y eso hace que se esté en cierto grado de negación y descuido, pero la enfermedad está ahí.
Así como le sucede muchas veces a las personas, que además de hipertensión tienen diabetes, el planeta sufre de otra enfermedad crónica que es la pérdida de biodiversidad y la devastación de los ecosistemas.
Ambas enfermedades crónicas seguirán avanzando y mermando el sistema inmunitario del planeta hasta doblegarlo, humanidad incluida, a menos que se hagan cambios de estilo de vida para mitigar las consecuencias.
Al igual que le pasa a una persona hipertensa con diabetes, el planeta no está exento de padecer catarro. En este sentido, COVID-19 es la enfermedad aguda de tipo infeccioso viral que, en este momento, está empeorando el cuadro clínico del paciente.
El cambio climático y la pérdida de biodiversidad son los factores de riesgo que tienen al planeta hospitalizado en la Unidad de Cuidados Intensivos (UCI) a propósito del coronavirus. Con un sistema inmunitario debilitado, el paciente está en mayor riesgo porque no está en las condiciones óptimas para hacerle frente a la infección.
“Combinadas, estas dos amenazas plantean un grave conjunto de desafíos a las familias, las comunidades, los sistemas de salud, los Gobiernos y el comercio en todas partes. De repente estamos en uno de esos momentos en los que el mundo, como quizás pensábamos que lo conocíamos, se desprende de una capa para revelar algo muy diferente debajo. Un campo de juego alterado. Un nuevo conjunto de reglas. Una realidad transformada”, escribió Josh Karliner, director internacional de Programa y Estrategia de la organización Salud sin Daño.
Cada vez hay más pruebas que indican que las epidemias pueden ser más frecuentes a medida que el clima siga cambiando, recalcó la división científica de ONU Medio Ambiente.
Deforestación como causa común
Cada año se destruyen, aproximadamente, 12 millones de hectáreas de bosque en el orbe. La mayoría de la deforestación ocurre en países tropicales, donde se talan los árboles para preparar el terreno a la agricultura y la ganadería.
“La deforestación es la mayor causa de pérdida de hábitat en todo el mundo. La pérdida de hábitat obliga a los animales a migrar y potencialmente a entrar en contacto con otros animales o personas y compartir gérmenes”, explicó Aaron Bernstein, director del Centro para la Salud Climática y el Medio Ambiente Mundial (C-CHANGE) de la Universidad de Harvard.
De hecho, y según la Organización Mundial de la Salud (OMS), el cambio de uso de la tierra –a través de la deforestación– es el principal impulsor de la aparición de nuevas enfermedades en los seres humanos, porque nos pone cada vez más en contacto con la vida silvestre, facilitando la transmisión de patógenos de los unos a los otros.
Según un estudio de la Universidad de Stanford, publicado en Landscape Ecology, la destrucción de los bosques y la fragmentación de los hábitats están incrementando la probabilidad de infecciones zoonóticas (transmitidas de animales a humanos).
COVID-19 es ejemplo de ello. La enfermedad es causada por el coronavirus SARS-Cov-2, el cual saltó de un animal silvestre (aún sin identificar) a las personas. Casos similares han existido en el pasado –como el ébola y el SARS– y se esperan en el futuro si el contacto entre especies es frecuente gracias a la deforestación, la sobreexplotación y el tráfico ilegal.
“La explotación de la fauna silvestre mediante la caza y el comercio facilita el contacto entre la fauna silvestre y los seres humanos, y nuestras conclusiones proporcionan más pruebas de que la explotación, así como las actividades antropogénicas que han causado pérdidas en la calidad del hábitat de la fauna silvestre, ha aumentado las oportunidades de interacción entre animales y seres humanos y ha facilitado la transmisión de enfermedades zoonóticas”, destacaron los autores de un estudio publicado este mes en The Royal Society.
Según la división científica de ONU Medio Ambiente, los patógenos emergentes tienen más probabilidades de ser virus que bacterias, hongos o parásitos. También es más probable que evolucionen para conseguir nuevos organismos a los cuales infectar y así asegurarse una amplia gama de huéspedes.
“En los ecosistemas prístinos (inalterados), todos los sistemas biológicos tienen una capacidad inherente tanto de resistencia como de adaptación, pero el ritmo actual de cambio puede ser demasiado rápido para que los sistemas se adapten y logren la resistencia. La integridad de los ecosistemas puede ayudar a regular las enfermedades apoyando a una diversidad de especies de manera que sea más difícil que un patógeno se extienda, amplifique o domine”, enfatizaron los científicos de ONU Medio Ambiente.
Los ecosistemas boscosos que gozan de buena salud no solo contribuyen a generar ese equilibrio entre especies, sino que también funcionan como sumideros de dióxido de carbono y reguladores del clima.
Cuando se deforesta, se libera el dióxido de carbono almacenado tanto en la vegetación como en el suelo. Se calcula que los árboles del bosque almacenan el equivalente a 760.000 millones de toneladas métricas de dióxido de carbono.
Entre 2000 y 2005, la pérdida de bosques representó el 12% de las emisiones mundiales de gases de efecto invernadero, los cuales –cuando su presencia es excesiva en la atmósfera– contribuyen al incremento de la temperatura y, por ende, al cambio climático.
“A medida que el planeta se calienta, los animales grandes y pequeños, en la tierra y en el mar, se dirigen a los polos para salir del calor. Eso significa que los animales están entrando en contacto con otros animales que normalmente no lo harían, y eso crea una oportunidad para que los patógenos se introduzcan en nuevos huéspedes”, indicó Bernstein.
No solo eso. El incremento de la temperatura viene acompañado de cambios en los patrones de precipitación. Según el informe Cambio Climático y Salud Humana: riesgos y respuestas, cuya autoría recae en la OMS con colaboración de ONU Medio Ambiente y la Organización Meteorológica Mundial (OMM), las precipitaciones pueden influir en la propagación de los agentes infecciosos, mientras que la temperatura afecta su crecimiento y supervivencia.
Ese no es el caso de COVID-19, pero sí el de enfermedades como la influenza, que se ve favorecida en estaciones frías y secas, o la gastroenteritis aguda, que se multiplica en condiciones más cálidas.
Calidad del aire, otra causa
Otro ejemplo de causa común que comparten el cambio climático y COVID-19 se relaciona con la calidad del aire.
La quema de combustibles fósiles con fines energéticos –ya sea electricidad, calefacción o transporte– está aportando más gases de efecto invernadero a la atmósfera, lo cual acrecienta el problema del cambio climático y contribuye a la contaminación del aire, que amenaza a la salud humana ya que el respirar partículas finas (PM 2,5) perjudica el corazón, los pulmones y otros órganos vitales, con efecto acumulativo en el tiempo.
Esas personas expuestas a una mala calidad del aire son más vulnerables a COVID-19. Esta relación de calidad de aire y salud del sistema respiratorio ya se había visto en casos de neumonía, particularmente en adultos mayores, pero también en relación con SARS.
Un estudio, publicado en Environmental Health en 2003, observó que pacientes con SARS procedentes de regiones con un índice de contaminación atmosférica (API, por sus siglas en inglés) moderado tenían 84% más riesgo de morir a causa de esa enfermedad en comparación a pacientes que vivían en lugares con un API bajo.
En concordancia, los pacientes de SARS procedentes de regiones con un API alto tenían el doble de probabilidades de morir de SARS que los procedentes de regiones con un API bajo.
Co-morbilidad
Ahora bien, en el caso del cambio climático y COVID-19 hay una relación de co-morbilidad, es decir, uno profundiza los impactos del otro y viceversa.
“Esto significa que pueden alimentarse el uno del otro de diversas maneras, profundizando los impactos del otro, expandiendo las desigualdades, enfermedades e injusticias en todo el mundo”, manifestó Karliner.
Según el informe The Lancet Countdown of Health and Climate Change, a nivel global se ha observado un aumento del 44% en la ocurrencia de desastres de índole meteorológico –como huracanes, inundaciones y sequías– desde el 2000.
Para la OMS, el cambio climático aumentaría la frecuencia de epidemias después de inundaciones y tormentas, y tendría efectos considerables sobre la salud tras los desplazamientos de poblaciones por la subida del nivel del mar.
Por lo general, cuando ocurre un desastre, los comités de emergencia levantan campamentos para los damnificados en gimnasios de colegios, iglesias y salones comunales. Las condiciones en estos refugios suelen ser de hacinamiento con poco acceso a agua potable y limitadas condiciones sanitarias.
En el caso de COVID-19, el nuevo coronavirus se transmite de persona a persona a través de gotículas respiratorias que pueden viajar un metro desde la persona infectada hasta el nuevo huésped así como permanecer hasta tres días sobre superficies. De allí deviene la recomendación del distanciamiento.
Si llegara a darse una emergencia por inundación o huracán, esos campamentos de damnificados representan un alto riesgo de contagio por COVID-19. Esto ya lo están experimentando los campamentos de refugiados en Grecia, según alertó Médicos sin Fronteras. De hecho se tuvieron que evacuar dos campamentos luego de registrar casos positivos por el nuevo coronavirus.
Ese no es el único riesgo. COVID-19 ha sido tan intenso que los sistemas de salud están rebasados en sus capacidades y los pronósticos de lo que se avecina no los dejará descansar. Estados Unidos espera inundaciones en sus meses de primavera, mientras que Europa no ha terminado de superar la emergencia por COVID-19 cuando ya se le avecina una ola de calor para los meses de verano.
“Estos desastres pueden ocurrir justo en el momento en que se aconseja a las personas que se refugien en el interior, muchas de ellas en zonas de riesgo y sin una climatización adecuada. Choques históricos como este se están convirtiendo en la nueva normalidad en nuestra era de cambio climático”, escribió Kate Guy, investigadora del Centro para el Clima y la Seguridad de la Universidad de Oxford, en un artículo publicado en The Conversation.
La gran lección
La salud humana depende de la salud ambiental, esa es la lección que le está dejando COVID-19 a la humanidad.
“Si no resolvemos el cambio climático, estamos manipulando las probabilidades contra nosotros mismos en cuanto al número y la gravedad de las pandemias. Si no reforzamos nuestros sistemas de salud para responder a ambas, estamos condenando a la gente a morir”, manifestó Karliner.
Para el experto de Salud sin Daño, la justicia climática engloba una serie de derechos que garantizan la salud como una alimentación adecuada, acceso a agua potable y vivienda digna. “El cumplimiento de todos estos derechos básicos ayudaría a construir comunidades resistentes que puedan soportar mejor los estragos de las enfermedades pandémicas y los desastres inducidos por el clima”, destacó.
Asimismo, Karliner agregó: “Si queremos tener personas sanas, que vivan en un planeta sano, es necesario transformar los sistemas económicos para que se basen en los principios de la producción y el consumo sostenibles. De esta crisis debe surgir un nuevo modelo que proteja la salud de las personas, que proteja los bosques, que proteja el clima y el aire que respiramos, el agua que bebemos, el suelo que cultivamos. Este modelo debe esforzarse por ser equitativo y justo para satisfacer las necesidades básicas de todas las personas”.