En el 2007, mientras en el país se mencionaba la carbono neutralidad como aspiración, el concepto de cero neto aún no permeaba a la política internacional (el Acuerdo de París ni siquiera existía). Hoy, la neutralidad de las emisiones constituye una vía aceptada por todas las naciones para limitar el calentamiento a 1,5 °C y, con ello, evitar los peores impactos del cambio climático.
Ese tan sólo es un ejemplo de lo visionario que ha sido el país en materia ambiental, llegando incluso a formular política pública y normativa para operativizar sus aspiraciones. Lamentablemente, el esfuerzo se queda ahí.
La implementación es la mayor debilidad aunada a “la existencia de pocas estructuras para la integración intersectorial (ambiente, salud, economía, educación, cultura y jurídico)”, lo cual propicia “contradicciones y ambigüedades en la gestión ambiental”, que terminan generando “mayores fragilidades y riesgos para su desarrollo humano”.
“La política ambiental acumula ambigüedades, en un contexto de escenarios complejos: una institucionalidad pública débil con metas ambiciosas y capacidades disminuidas; la reaparición de narrativas y planteamientos ‘antiambientalistas’; una sociedad civil menos articulada y amenazas globales, climáticas y geopolíticas para su territorio. La combinación de estos elementos aumenta la vulnerabilidad para la naturaleza, la población y el desarrollo humano”, apunta el Informe Estado de la Nación 2023.
Dado que el medio ambiente es el soporte vital del territorio, los investigadores del Programa Estado de la Nación (PEN) se dieron a la tarea de analizar las políticas públicas, regulaciones e institucionalidad en esta materia durante el período 2012-2023.
Clasificaron la información en temáticas correspondientes a nueve metas o aspiraciones: posicionamiento internacional del país en materia ambiental; carbono neutralidad y descarbonización de la economía; ampliación del área protegida y recuperación de cobertura forestal; protección de la biodiversidad; protección de los océanos y biodiversidad marino-costera; gestión integral de residuos sólidos; gestión integrada del recurso hídrico; agricultura sostenible; y usos sostenibles del suelo urbano.
Para cada una de esas metas, se registraron los avances e impulsores de retroceso. Ya en el análisis, se tomaron en cuenta los conceptos de progresión y regresión. Una política se considera progresiva cuando no sólo contribuye a la equidad socioeconómica sino también impulsa la transición hacia sociedades más sostenibles que garantizan el bienestar. Por el contrario, una política regresiva puede exacerbar la inequidad socioeconómica, contribuir a la degradación ambiental y dificultar la transición hacia sociedades más sostenibles.
Es precisamente en este vaivén entre progresión y regresión que los investigadores observaron que algunas políticas yacen en el estancamiento y esto constituye una forma de regresión dado que el poco o nulo avance puede perpetuar “desigualdades y mantener patrones que generan impacto ambiental, el cual es acumulado e insostenible”.
En este sentido, si bien el país tiene más área protegida, también posee menos recursos para su atención. Otro ejemplo: mientras hay más disposiciones y políticas públicas en materia ambiental, se tienen menores capacidades para su efectivo cumplimiento.
Ciertamente ahora se cuenta con más conocimiento sobre el riesgo de desastres, pero falta ordenamiento territorial. Y si bien el país asume compromisos internacionales de descarbonización, lo hace sin cambios de fondo en el sistema de transporte o la transición energética.
“Aún sin empeorar directamente los indicadores de base del statu quo, el estancamiento en muchos ámbitos de la gestión ambiental es una forma de regresión que genera retroceso en la calidad ambiental y la sostenibilidad”, se lee en el informe.
Descarbonización
Un ejemplo de estancamiento, con riesgo de retroceso, yace en la meta de la carbono neutralidad y descarbonización de la economía.
En 2009 se formuló la Estrategia Nacional de Cambio Climático, trazando así una ruta, y se creó la Dirección de Cambio Climático (DCC) como entidad rectora para la implementación. “A pesar de estos esfuerzos, Costa Rica ha enfrentado obstáculos significativos para medir y monitorear el progreso hacia la carbono neutralidad de manera robusta. Si bien se desarrollaron varias iniciativas para certificar empresas y entidades a pequeña escala, no se abordó el problema de las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) en su totalidad”, indicaron Carlos Alberto Faerron y Wendel Mora, cuyo estudio sirvió de base al informe del PEN.
Ya con el Acuerdo de París firmado y ratificado, se direccionó la aspiración hacia la descarbonización de la economía con plazo a 2050. Pero, a pesar de contar con un Plan Nacional de Descarbonización y un Plan Nacional de Adaptación, el avance en esta meta se ha visto debilitado por brechas en la implementación.
“Un ejemplo de esto se da en materia energética: los rezagos en la transformación de la matriz energética, el estancamiento en el sistema de transporte y los patrones de movilidad, tanto como la ausencia de un abordaje integral de las emisiones de GEI favorecen el incremento en la importación de hidrocarburos, el crecimiento de la flota vehicular y la creciente huella de carbono, en síntesis, impiden alcanzar la carbono neutralidad y la descarbonización de la economía nacional”, se indica en Estado de la Nación 2023.
Según este informe, la demanda de combustibles fósiles –el 66% proveniente del sector transporte- sigue incrementándose, provocando que las emisiones también aumenten (crecieron 11% entre 2010 y 2021).
De hecho, las importaciones de derivados del petróleo han crecido 41% en los últimos 11 años. Sólo en 2022, el país compró 21,7 millones de barriles de petróleo, es decir, 1,2 millones de barriles más que en 2021.
“El alto consumo en combustibles fósiles se debe, en gran parte, a un sistema de transporte y movilidad que ha permanecido prácticamente sin cambios durante 30 años, el 75% de la matriz de consumo energético está basada en hidrocarburos”, comentó Karen Chacón del PEN.
En efecto, la flota vehicular viene creciendo a un ritmo de 6% anual desde 1980, incluso por encima del crecimiento poblacional. En 1980, por cada 1.000 costarricenses, sólo había 37 vehículos particulares. En 2019 transitaban 194 carros por cada 1.000 personas. Viéndolo de otra forma: por cada tres vehículos que circulan actualmente, dos de ellos son automóviles.
Aparte de numerosa, esta flota no es moderna, tampoco limpia o baja en carbono. De hecho, es responsable del 48,7% de las emisiones totales del subsector de transporte terrestre. Y en cuanto a la antigüedad de las unidades, en 2022, el 60% de los vehículos tenían más de 10 años, lo cual incide tanto en la contabilidad de emisiones como en la calidad del aire.
En su mayoría, esta flota está compuesta por vehículos de gasolina y diésel. En términos de dióxido de carbono (CO2), las unidades de gasolina emiten el 49,2% de este gas y los de diésel el 50,8%.
Aunque se cuenta con la Ley de Incentivos y Promoción para el Transporte Eléctrico (N° 9518), la incorporación de vehículos eléctricos no ha sido tan rápida para una flota que alcanza ya las 1,6 millones de unidades. A octubre del 2023, y según datos del Ministerio de Ambiente y Energía (Minae), se contabilizan 10.899 vehículos eléctricos; de estos, 7.981 son automóviles.
Al contar el país con una matriz eléctrica basada mayoritariamente en fuentes renovables, la electrificación del transporte se considera una de las principales medidas de descarbonización con cobeneficios para la calidad del aire y reducción del ruido.
La meta establecida en el Plan Nacional de Descarbonización plantea que, al 2050, el 60% de la flota de vehículos ligeros —privados e institucionales— será de cero emisiones. Pero, la idea es priorizar el transporte público para desincentivar el transporte privado. Lamentablemente, y según Faerron y Mora, el uso de transporte público pasó de 64% en el 2015 a 52% en el 2018. “Es decir, Costa Rica se enfrenta a un escenario de creciente privatización de la movilidad en carreteras, lo cual tiene incidencia directa sobre las emisiones, la congestión vial y la ampliación del rango de opciones de transporte en el territorio nacional”, señalan los investigadores.
“Se ha favorecido un escenario donde el transporte, en lugar de servir como un vital medio para la economía y el bienestar poblacional, ha contribuido al deterioro de la calidad de vida. Esto se ha evidenciado en aumentos en los tiempos de viaje, creciente dependencia del petróleo, aumento de la contaminación y accidentes de tránsito, así como problemas de salud derivados de la contaminación”, continuaron.
Aunque en los últimos años se ha creado normativa –como la Ley de Movilidad y Seguridad Ciclística (N° 9702) y la Ley de Incentivos y Promoción para el Transporte Eléctrico (N° 9518)- no ha habido avances en la revisión y actualización de las leyes referidas a transporte público.
Los investigadores consideran que se dio un paso hacia atrás con respecto al tren eléctrico. Concebido como una gran obra de movilidad, el Tren Eléctrico Interurbano de Pasajeros pretendía conectar a 15 cantones de la Gran Área Metropolitana (GAM) mediante 46 estaciones; 10 de ellas operarían de forma intermodal, es decir, allí los pasajeros podían realizar la transferencia a otros medios como buses, taxis y bicicletas.
Como este tren no iba a utilizar combustibles fósiles, se evitarían más de 1,8 millones de toneladas de CO2 en los primeros 30 años de operación y posteriormente se preveía una reducción de, al menos, 62.000 toneladas anuales.
“El proyecto prometía beneficiar a 2,7 millones de personas y reducir las emisiones. Sin embargo, fue rechazado por la administración actual debido a preocupaciones técnicas y financieras”, informaron Faerron y Mora.
También, los distintos gobiernos han contemplado mejorar y expandir el tren urbano actual, pero sin avances. “La falta de coherencia en las propuestas gubernamentales y la politización del tren han dificultado la implementación efectiva de las mejoras”, destacaron los investigadores.
Y en cuanto a los buses, recientemente se avanzó en un proyecto piloto de buses eléctricos que incluso arrojó resultados preliminares sobre los beneficios de operación. En comparación con las unidades que utilizaban diésel como combustible, el costo diario de operación de los buses eléctricos fue cinco veces menor.
Otro de los resultados de la evaluación preliminar mostró que la percepción de los pasajeros y los conductores fue positiva. Los operadores resaltaron aspectos como la comodidad y la facilidad de operación, mientras que los pasajeros mencionaron la suavidad en la conducción y la operación silenciosa como los beneficios más notables.
En conferencia de prensa, tanto el ministro de Ambiente y Energía –Franz Tattenbach – como el viceministro de Transporte –Carlos Ávila- adelantaron que el país está en conversaciones con la Agencia Internacional de las Energías Renovables (IRENA, por sus siglas en inglés) para implementar un proyecto de electromovilidad en el transporte público -modalidad autobús- que incluso contempla sectorización y pago electrónico. Se prevé que el anuncio oficial se realice en el marco de la cumbre climática o COP28.
¿Quién paga por el retroceso?
Todo este estancamiento, que podría derivar en retroceso, acarrea costos. “Esto podría resultar en la persistencia de una economía basada en combustibles fósiles, lo que puede agravar las desigualdades socioeconómicas (ya que los impactos de la contaminación del aire y el cambio climático suelen recaer de manera desproporcionada sobre las comunidades más pobres y vulnerables) y dañar el medio ambiente (contribuyendo así a la regresividad)”, se lee en el informe de PEN.
Uno de esos costos es la salud. Las muflas de los vehículos de combustión interna expelen una serie de partículas, entre ellas, las PM10. Estas tienen un tamaño que varía entre 2,6 y 10 micrómetros por metro cúbico (un micrómetro es una milésima parte de un milímetro). Cuando la persona respira, estas partículas ingresan por la nariz y boca, alojándose en el tórax y causando afecciones respiratorias como asma, alergias y bronquitis, entre otras.
También, las muflas expelen partículas PM2,5. Estas tienen un tamaño menor a los 2,5 micrómetros por metro cúbico y eso las hace más peligrosas porque son capaces de llegar hasta los alvéolos, las terminales del árbol bronquial donde ocurre el intercambio de oxígeno entre el sistema respiratorio y la sangre.
Según la Organización Panamericana de la Salud (PAHO, por sus siglas en inglés), el 36% de las muertes por cáncer de pulmón, el 35% de la enfermedad pulmonar obstructiva crónica (COPD), el 34% de los accidentes cerebrovasculares y el 27% de las cardiopatías isquémicas son atribuibles a la contaminación atmosférica.
Costa Rica no está exenta de esta realidad. Aunque, y según el informe de PEN, se registra una disminución de las concentraciones promedio anuales de PM10, las concentraciones de PM2,5 aún no logran cumplir con los estándares nacionales e internacionales y estas son las más peligrosas.
En la reciente revisión de desempeño ambiental, que realizó la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), ya se advertía sobre esta relación entre combustibles fósiles, transporte y calidad del aire.
“Las emisiones de la mayoría de los agentes que contaminan el aire han aumentado en los últimos 20 años. La legislación establece ciertos umbrales de calidad del aire, pero más del 88% de la población está expuesta a niveles nocivos de contaminación atmosférica”, indica la OCDE.
A este costo de salud se suma otro relacionado al bienestar y la posibilidad de ejercer los derechos a la educación, el trabajo, la recreación y la familia. El congestionamiento vial “roba” tiempo y esto limita la inversión en bienestar: las horas que pasa una persona en una presa podría dedicarlas a estudiar con miras a conseguir mejores opciones de trabajo y la consecución de ese empleo puede ser un medio para adquirir una vivienda o incluso vacacionar con la familia, por ejemplo.
En el 2018, PEN calculó el costo económico por concepto de pérdida de tiempo en $590 millones, lo cual también se traduce en pérdida de productividad. “Si las presas cada vez son peores y los tiempos de viaje aumentan cada año, esto afecta uno de los principales recursos que tenemos las personas: el tiempo. El tiempo, en economía, es una de las variables más importantes del bienestar por el uso de calidad que le doy a ese tiempo. Si ese tiempo se pierde todos los días en presas, va a afectar seriamente otros elementos familiares y hasta psicológicos”, comentó el economista Leonardo Sánchez a la Oficina de Comunicación Institucional (OCI) de la Universidad de Costa Rica (UCR).
Otro aspecto tiene que ver con violencia. Para Rebeca Alvarado, especialista en Epidemiología y también consultada por la OCI-UCR, las presas pueden agravar el estrés y la ansiedad, los cuales pueden convertirse en impulsores de violencia.
“Un estudio reciente reveló que la gente que pasa largas horas en presas tiene actitudes violentas en el hogar. Esto está relacionado justamente con el cansancio, el estrés, la depresión y la ansiedad que generan las presas y que, de alguna u otra forma, inciden en ese comportamiento. No se puede dejar de lado que la violencia también es un problema de salud pública. A este fenómeno hay que añadirle otra cantidad de problemas a raíz de las presas, como la exposición prolongada al sol, los dolores de espalda y la distracción con dispositivos móviles, lo cual propicia que se genere un accidente”, comentó Alvarado.