Maura Lupario siempre ha tenido claro que el frijol se siembra en junio y se cosecha en septiembre. En el pequeño pueblo Yorkín de Talamanca, donde la indígena Bribri tiene una finca de tres hectáreas, se hace así.
O al menos así era, hasta que las lluvias se comenzaron a comportar “de forma extraña”, cuenta ella. Yorkín no solo está casi en el límite con Panamá, también está en la frontera del cambio climático.
Lupario me recibe sentada en el comedor de su hogar, una pequeña casa de madera de dos pisos, sin necesidad de ventanas ni puertas.
Llegar al lugar toma su tiempo. El viaje desde San José hasta territorio indígena dura cinco horas, más otra hora cruzando el territorio y una más en bote surcando el río Sixaola, para luego desviarse y navegar sobre el río Yorkín.
De camino, uno de los boteros cuenta que uno de sus sueños es conocer Coronado. No envidia la vida en la ciudad ni las hamburguesas de McDonald’s, dice, pero la única vez que visitó la capital no pudo conocer ese cantón.
En la cocina de Lupario –un espacioso cuarto con un horno de leña y conectado directamente con el comedor– juega su hija menor, Yeudi, a quien nombraron con una palabra cabécar que significa “Quebrada Laurel”, a pesar de que ellos son Bribri.
Al fondo nos acompaña el zumbido ligero del río Yorkín; mientras, sobre la mesa, Lupario coloca un casado servido en una jícara. Arroz, frijoles, yuca, pollo y hortalizas. El plato entero salió de su patio trasero.
En menos de una hectárea, la finca de Lupario saca más de 15 productos diferentes, entre tubérculos, hortalizas, frutas y granos. “Aquí todas las fincas son así. Los blancos pueden llamarlo diferente, pero siempre ha sido así”, dice, en referencia al concepto occidental de “agroecología”, en donde diferentes cultivos se combinan, lo que para ellos solo es “sembrar”.
En los círculos climáticos, los sistemas indígenas de agricultura se ven como una de las mejores soluciones para un clima que cambia. Pero incluso el saber ancestral está enfrentando retos.
El agua ha comenzado a llegar en meses secos y a escaparse en meses lluviosos, cuenta Lupario consternada. Cuando cae, además, cae con fuerza.
“Antes ya uno sabía qué meses se podía trabajar para cultivar frijoles. Pero están habiendo cambios ahora. Si sembramos en las fechas que antes lo hacíamos, se nos viene la lluvia y ya no podemos recoger. Ya no podés estar seguro”, dice.
El frijol, por ejemplo, se siembra a mitad de año y se va cosechando alrededor de septiembre, porque en esos meses no suele llover tanto. Pero los últimos años han caído aguaceros en esas fechas, lo que ha causado que el cultivo florezca antes de tiempo.
A pesar de que su familia y sus dos trabajadores de la finca corran a cosechar, una gran parte se pierde por no estar preparados. “Últimamente hay que arriesgar”, asegura el esposo de Lupario, Milton Hernández, sosteniendo a Yeudi en sus brazos.
Aquí, no hay más: el cambio climático amenaza justo el plato que tenemos sobre la mesa.
Una taza de café
Al igual que el frijol en Yorkín, otros pobladores de Talamanca están teniendo problemas para manejar los tiempos de cosecha de sus cultivos, según cuentan los productores de la zona, ya que el conocimiento que tienen del territorio es para condiciones climáticas más estables.
Los más afectados son los cultivos originarios de la zona, como el frijol, el cacao y el maíz, dice en entrevista telefónica Faustina Torres, presidenta de la Asociación de Mujeres Indígenas de Talamanca.
Ella trabaja con mujeres agricultoras de todo el cantón de Talamanca, aunque no está ligada directamente con Lupario, y asegura que ya se ven impactos en la producción de los cultivos locales.
“Nosotros trabajamos con cacao, por ejemplo, y ya vemos una baja producción. Cuando llueve mucho antes de tiempo afecta la floración. La sequía también afecta la floración”, dice Torres.
Puede sonar extraño: ¿sequía en Talamanca? El fenómeno El Niño —cada vez más frecuente por el cambio climático— suele causar fuertes lluvias en el Atlántico. Pero, a veces, tiene el efecto contrario en la región: falta de lluvia.
Este año, por ejemplo, El Niño causó déficit de lluvias en todas las estaciones meteorológicas del Caribe, según reportó el Instituto Meteorológico Nacional (IMN). En enero, usualmente caen 351 litros de lluvia por metro cuadrado en el cantón de Limón, cuyo clima se asemeja a Talamanca. Este año cayeron 60 litros.
“En cultivos anuales como el maíz o el arroz, es importante la lluvia en el periodo de floración”, explicó José Eladio Monge, un investigador de la Estación Experimental Fabio Baudrit de la Universidad de Costa Rica (UCR) que estudia los sistemas indígenas.
Las fechas de cosecha “normales” se pueden llegar a correr, según aseguró el científico e incluso adaptándose a los nuevos tiempos, una sequía puede afectar el rendimiento.
El otro problema es lo repentino que está siendo el cambio, indicó Julio Montes de Oca, coordinador de Medios de Vida y Cambio Climático de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN), que está acompañando a productores en la zona, como Lupario y Hernández.
“La gente siempre se adapta. Ellos van identificando cuáles prácticas dejan de funcionar y cuáles son más resistentes. El problema son los cambios abruptos” que no les dejan tiempo para responder, indicó Montes de Oca.
Los tiempos de cosecha se están complicando, pero varias prácticas agrícolas indígenas son muy resistentes al cambio climático. La diversidad de cultivos en una sola finca, por ejemplo, y el uso de árboles para amortiguar inundaciones son un ejemplo, asegura Montes de Oca.
“Lo importante es conservar esas opciones”, dijo.
De vuelta en la finca de Lupario, entre árboles de mamón chino y gallinas cacareando, ella confiesa que su comunidad ya está viendo el cambio climático en la cosecha y que “el conocimiento ancestral tampoco es garantía”.
“Nuestra preocupación no es vender, sino proteger nuestra seguridad alimentaria”, dice Lupario desde su comedor, con los platos de comida ya vacíos. Ahora, continúa con el siguiente paso en el ritual del almuerzo: una taza de café de sobremesa.
Ella se detiene un momento y se despide de su hija mayor, Yismai, que va cruzando el patio camino hacia el colegio. La indígena me cuenta que decidió llamar a su finca igual que ella. Su nombre significa “eso que es mío”.
Jalea de cacao
Hernández, con su hija menor en sus brazos, me ofrece una jalea especial hecha a base de cacao de su patio; un gusto dulce después del café.
Hasta hace poco él no habría estado presente en la sala con nosotros, sino afuera trabajando. Su presencia en la finca, de alguna forma, también es una manera en la que la familia se escuda del cambio climático.
Para defender su producción, Lupario se comenzó a asesorar con la UICN y el Corredor Biológico de Talamanca sobre cómo tener una finca más resistente. El primer requisito: traer a su esposo a la casa de vuelta.
Hernández, al igual que la mayoría de hombres en comunidades indígenas, trabajaba casi a 50 kilómetros de su casa, en una bananera.
Él era uno de los boteros que hacía un recorrido de unos 50 kilómetros todos los días para llegar a trabajar a Puerto Viejo recogiendo banano. Desde que volvió a la finca, la producción incrementó significativamente.
Aumentar la producción significa tener acceso a alimentos, explica Montes de Oca. Por esto, trabajar la tierra en sus propias comunidades ayuda a todo el pueblo a resistir los impactos de eventos extremos.
Si todos salen, explica, la producción baja y la seguridad alimentaria se ve cada vez más amenazada. La mejor manera de lidiar con esta dificultad de accesos es trabajando desde su propia comunidad, dice.
Al proteger la producción, Hernández también protege algo de valor incalculable: los genes de su finca. Según explica Monge, de la UCR, los sistemas agrícolas indígenas son como un banco de genes, con variedades que muchas veces solo existen ahí.
“En muchas de esas variedades se podrían encontrar genes de resistencia; o sea, que resistan a sequías o a plagas”, aseguró el científico.
Una finca como la de Lupario no solo sería importante para el alimento de su familia, sino que es un patrimonio científico para el país y para todo el mundo, asegura Monge.
“A nivel genético, es muy importante proteger esos cultivos, que han sido seleccionados por los indígenas durante cientos de años”, señaló el investigador.
Mamón chino
Va pasando el mediodía y caminamos por la entrada de la finca de Lupario. Ellos me regalan un mamón chino amarillo caído de uno de los árboles. En su aspecto amarillo es una fruta difícil de encontrar en la ciudad.
La finca, según cuenta la agricultora mientras se pasea por la entrada de su casa, es bastante diferente a como era hace unos años. Ella cambió algunas prácticas en su finca para resistir las sequías y las lluvias extremas.
Lo primero fue segmentar todo, para usar la tierra de manera más eficiente. "Los animales, los cultivos... comenzamos a poner todo en su propio lugar", dijo. La mayoría de las fincas en la comunidad aún carecen de parcelas ordenadas por cultivo.
Con esta medida, pronto se dieron cuenta de que no estaban usando su tierra de manera muy eficiente. En lugar de trabajar en tres hectáreas, como lo hacían anteriormente, redujeron su área a menos de una hectárea. A pesar de eso, la producción ha aumentado.
"(La comunidad) necesita aprender cómo manejar el espacio que tenemos disponible y cómo dar nutrientes naturales a la tierra", dijo.
Torres, de la Asociación de Mujeres Indígenas de Talamanca, asegura que usar la tierra de una manera más eficiente es un desafío para la mayoría de comunidades indígenas de la región.
“Hoy no se puede usar la misma cantidad de espacio. Ya no se puede producir en cantidad. Si se hace, hay más chance de perder la producción por lluvias o sequías que se vengan”, explicó Torres.
Lidiar con el riesgo es cosa de todos los días, dice uno de los boteros, mientras navegamos de regreso al pueblo indígena de Bambú, donde nos espera el transporte de vuelta a la ciudad.
Él nota la fruta extraña y ríe. “Usted no puede negar que, a pesar de todo, acá se come bien. Acá usted no pasa hambre”, dice. Tiene razón.
Covering Climate Now es un esfuerzo global para amplificar la cobertura en cambio climático.