Asuntos ambientales, cuestiones de género, la migración forzada y los desafíos del trabajo se unen en esta historia de un barrio del Gran Buenos Aires, Argentina.
Por Martín De Ambrosio
Zulma Monges está ocupada y no es tan fácil hablar con ella. Es momento de afiliación en el sindicato, dice, porque en noviembre son las elecciones. “Hacemos asambleas por la mañana y por la tarde, y después vemos si la gente quiere o no afiliarse”, dice. Afiliarse es gratis, no les cuesta nada a los trabajadores porque no se trata de un sindicato tradicional: este se encarga de los trabajos que se contratan de manera temporal e informal. En negro, en la jerga políticamente incorrecta. El sindicato, que reúne a un panadero, un cortador de pasto, una vendedora de chipá y las niñeras, es la Unión de Trabajadores y Trabajadoras de la Economía Popular. Con su trabajo, Zulma busca organizar a los no organizados, que no están contemplados en la protección de derechos de un trabajador formal. “Quiero construir entre todos algo”, dice.
No es la primera vez que lo hace.
La organización para vivir en el barrio en que vive, es crucial. Para conseguir comida en los momentos de más crisis, para las festividades, para defenderse de las amenazas externas (los narcos, el basural informal, el basural oficial con sus derrames y sus emisiones de metano). Incluso para la misma creación del barrio, que no existía hasta que llegaron.
Zulma vive en el barrio Costa Esperanza en el partido de San Martín, en el conurbano de Buenos Aires. No existía antes. Lo hicieron en 2001 entre los vecinos, ella incluida, durante la peor crisis de la historia argentina. “Con los vecinos organizábamos ollas en la esquina para poder comer. Incluso las compañeras se organizaron para conseguir comida que quedó de un saqueo a un supermercado. Con eso comimos cuatro o cinco meses todo el barrio”.
Fue de lo primero que crearon en la comunidad: habían visto la desnutrición de una menor en Tucumán y no querían atravesar lo mismo. “Ya teníamos asambleas para organizarnos; es una comunidad muy organizada. Sin esa red, hoy no la contaríamos. Un grupo iba para el Mercado Central para conseguir las verduras que tiraban, las carcazas de pollo, arroz, fideos. Así nos organizamos sin darnos cuenta. Mi mamá, que se llama María, La Doña, es el alma de la organización”, dice.
El barrio se identifica como un barrio migrante. De bolivianos, paraguayos y peruanos, corridos por otros problemas sociales o ambientales, como la ampliación de la frontera sojera que eliminó la agricultura familiar de la que muchos vivían.
Un día Zulma -34 años, madre de dos- conoció a Teresita, que trabaja en la universidad. “Nos conocimos y le empecé a hablar de contar las experiencias de los migrantes de la comunidad y así cranearon el proyecto”, dice.
Lejos del marfil
De esa forma nació “Migrantas en Reconquista”, una iniciativa desarrollada entre 2019 y 2022 con el liderazgo de investigadoras de la Universidad Nacional de San Martín (UNSM) y el apoyo del Centro Internacional de Investigaciones para el Desarrollo (IDRC) de Canadá. Dicho en una línea, Migrantas investigó y actuó en las estrategias socioambientales que las trabajadoras migrantas utilizan para fortalecer su resiliencia en el área altamente contaminada donde viven, la cuenca del río Reconquista.
Pero también es, como todo, la unión de personalidades como Zulma con la de Natalia Gavazzo. Antropóloga e investigadora del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet), Gavazzo estudió siempre las migraciones hacia Buenos Aires y le gusta mucho menos el trabajo de oficina que salir a ver cómo funciona la cosa y tomar mates con las vecinas, lejos de la observación neutra. “Antes pensaba que eso afectaba la calidad de mi trabajo; ahora sé que una academia que siente, tiene emociones y construye desde el afecto, es superior”, dice.
Y como suele suceder, hubo una cuota de azar y de necesidad para que naciera Migrantas. En 2018, el gobierno de Mauricio Macri decidió eliminar el Ministerio de Ciencia y se cortaron fondos para las investigaciones. Entonces, había que buscar fuera del país y apareció el IDRC de Canadá, con su programa de cambio climático, género y migración. Como Gavazzo trabajaba desde 2014 en la zona del Reconquista, desde la ruta 4 hasta el Camino del Buen Ayre, la idea apareció sola.
Con sus colegas, se dedicaron a pensar la relación entre la migración y el género con problemas ambientales específicos: la gente vive cerca del basural a cielo abierto, al que llegan todos los residuos de 34 municipios bonaerenses y el río Reconquista, cuyos arroyos entran en los barrios después de atravesar el relleno sanitario. “Hay una serie de problemas de contaminación graves, respiratorios, gástricos, dermatológicos y desde el nacimiento, hay chicos con EPOC (enfermedad pulmonar obstructiva crónica)”, dice Gavazzo y agrega que ahí está el lugar de mayor emisión de metano.
El Estado no puede evitarlo y tampoco puede contar cuánta gente vive ahí porque no entra el censo. La estimación es de 150.000 personas en 13 barrios, que -como Costa Esperanza- se organizaron de manera espontánea sobre los llamados rellenos sanitarios. “Con los migrantes te encontrás con la discriminación y otros obstáculos de acceso al trabajo, a la educación y demás derechos, como la salud”, dice la codirectora del proyecto junto con Lucila Nejamkis, socióloga.
Pero -o debido a eso- se trata de “una población altamente organizada”, como define Gavazzo (organización es la palabra que más sale). “Dentro de toda esta red se armó un tejido muy denso de organizaciones, bibliotecas populares, radios, comedores, merenderos y jardines comunitarios, liderado casi siempre por mujeres, que también tienen su rol en el armado para enfrentar los problemas socioambientales”.
El proyecto se montó sobre eso: estrategias socioambientales para fortalecer las capacidades de desarrollar acciones de adaptación, mejoras y cuidado de la vida, no sólo humana, y que dio un sinfín de productos tanto virtuales como palpables. “Gran parte de los saberes ancestrales son para plantas, animales; hay un conocimiento que desde la Universidad debemos identificar y promover su reconocimiento como un saber legítimo, como trabajo. Queremos que la academia se nutra de estos saberes, que sea un diálogo con la universidad como mediadora”, apunta Gavazzo.
Un saber no estructurado
Y eso último es precisamente lo que más valora Zulma de Migrantas. Que la universidad venga al barrio y les dé herramientas para sentirse orgullosas de lo que saben, de lo que son, no para imponerles nada. “Pusimos en valor los saberes de la comunidad, de la colectividad, de los compañeros. No es que no sabemos por no haber ido a la universidad con un conocimiento estructurado. Lo que una conoce sobre cultura y religión es parte del saber.
En la diplomatura, que fue parte del proyecto, aprendieron profesores y aprendimos nosotras. Descubrimos que lo que sabíamos es algo que otros no sabían y podemos ser educadoras, no formales, pero contamos cómo se hace una comunidad, por qué el festejo, por qué la virgen. Eso nos ayudó a armar redes entre nosotras”, dice. Unas cincuenta mujeres del barrio participaron y obtuvieron la diplomatura en Género, Ambiente y Territorio y el certificado lo recibieron, como corresponde, en la UNSAM. “Rompieron el muro de la Universidad”, dice Gavazzo.
Y así fue como, por ejemplo, armaron una Casa de la Mujer para asesorar a los migrantes especialmente con la documentación, que tiene costo, un gestor y mucho aprovechamiento de los migrantes porque no saben cómo hacerlo. “Eso me indignaba, así que me formé y ayudé a formar diez promotoras para ayudar a tramitar el DNI (documento de identidad), que es gratis, y sin el cual no tenés acceso a salud ni a educación. Ayudamos también a que no te boludee (haga perder el tiempo) Migraciones, a acompañar el proceso y cobrar planes como el Potenciar Trabajo”, relata la antropóloga.
La relación con cambio climático
Gavazzo reconoce también que la relación con el cambio climático y lo ambiental no estaba desde el principio: “para nosotras fue nuevo e intentamos balancear lo que se dice en el mundo, cuestiones generales del debate que parecen ajenas al territorio, y tuvimos que traducirlas para que tuvieran sentido en el barrio. No podíamos llegar hablando del cambio climático en abstracto, pero funcionaba cuando lo sacábamos en clave de salud ambiental y cómo vincularlo con los problemas de las infancias o vejeces, con la contaminación o las inundaciones, y que ocasiona pérdidas materiales y humanas frecuentes. Atravesamos muy fuertemente las cuestiones de los ríos urbanos contaminados, que son poblados y son humedales. El ambientalismo popular necesita otro lenguaje”.
Zulma Monges tiene el sueño de que su gente pueda comer todos los meses y que no les echen la culpa a los migrantes de los problemas del país. “Costa Esperanza es un barrio hermoso, yo soy fanática, no hay que creer lo que dicen los medios, hay que mostrar lo lindo de la vida, de nuestra cultura”, dice. En 2024, Zulma empezará la carrera de Sociología.
El proyecto de Migrantas en Reconquista terminó en 2022 pero dejó capacidad instalada, por decirlo en términos fabriles. Libros, sitios web, la Casa de la Mujer, las redes de cooperación, las prácticas. "Desde 2023 somos un programa de investigación dentro del Idaes (Escuela Interdisciplinaria de Altos Estudios Sociales)”, amplía Gavazzo, "y seguimos trabajando en la divulgación de materiales, con presencia en redes y organización de eventos con la comunidad. Estamos terminando un libro académico. En 2024, además, habrá un evento internacional con proyectos similares de Asia y África. El diálogo sur-sur es muy importante. El ecofeminismo surge y se piensa con innovación en estos temas".
Este artículo fue elaborado con el apoyo de Voces Climáticas, una iniciativa de LatinClima, el Centro Científico Tropical (CCT), Claves 21, el Centro Internacional de Investigaciones para el Desarrollo (IDRC) de Canadá, la Alianza Clima y Desarrollo (CDKN) y Fundación Futuro Latinoamericano (FFLA).