El análisis de hojas y polen fosilizados está revelando la historia evolutiva de los bosques tropicales de América y ayudando a replantear las predicciones de lo que podría ocurrir en estos ecosistemas con los efectos del cambio climático.

En el norte de Colombia, en una región hoy semidesértica que se adentra en el mar Caribe en forma de península, cuyos caminos polvorientos son recorridos por los indígenas wayúu, con sus mantas y mochilas coloridas, está el Cerrejón, una de las minas de carbón a cielo abierto más grandes del mundo. Los enormes tajos en la tierra excavados por más de 30 años, las circunvoluciones por las que descienden los camiones de carga, el ambiente canicular, dan la impresión de un infierno en el trópico.

Pero ese mismo infierno para los ojos entrenados de Carlos Jaramillo es lo más parecido al paraíso que siempre soñó encontrar. Ahí, mientras trabajaba para el Instituto Colombiano del Petróleo hace más de 20 años, Jaramillo, un paleontólogo experto en polen, comenzó a derrumbar, junto a otros colegas, algunos paradigmas de la paleontología; a desenterrar la historia perdida de los bosques neotropicales, aquellos ubicados en la región tropical del continente americano.

Fósil tras fósil, estos científicos han ido reconstruyendo una historia que se creía imposible de descubrir. “Por muchos años se creyó que en el trópico no se habían conservado casi fósiles por las altas tasas de meteorización —la descomposición de minerales y rocas— y, si existían, iba a ser muy difícil encontrarlos por las coberturas boscosas actuales”, señala Jaramillo, hoy investigador del Instituto Smithsonian de Investigaciones Tropicales, en Panamá.

Mientras que los libros de texto de geología con los que Jaramillo y sus colegas aprendieron señalaban que los bosques tropicales, al igual que los bosques templados, habían permanecido más o menos estables en su composición vegetal desde hace al menos 120 millones de años, los hallazgos paleobotánicos recientes sugieren una historia muy diferente.

Durante la totalidad del Cenozoico, la era geológica que se inició hace unos 66 millones de años con el impacto de un meteorito que acabó con los dinosaurios y muchas otras de las especies del planeta y que se extiende hasta la actualidad, “el clima y la geología del Neotrópico han estado lejos de ser estables”, señalan el ecólogo Christopher W. Dick y el botánico R. Toby Pennington en una revisión sobre la historia y geografía de la diversidad de árboles neotropicales en el Annual Review of Ecology, Evolution, and Systematics de 2019. Además del impacto del meteorito, que marcó un antes y un después en este ecosistema, el surgimiento del istmo de Panamá, la formación del río Amazonas y el levantamiento de los Andes del norte, por ejemplo, han influido profundamente en el clima, la formación y migración de especies; pero la asociación precisa entre estos eventos no está clara. Las piezas de esa historia son justamente las que una nueva generación de científicos ha salido a buscar.

Vista de la pared externa de un grano de polen fósil correspondiente a la especie Echiperiporites que estuvo presente en el mioceno (hace 23 millones de años). La imagen se obtuvo a través de microscopía de alta resolución.(Créditos: INGRID ROMERO)

Los mensajes del polen

Una pieza clave para reconstruir la historia de los bosques tropicales es el polen. Los granos de polen, que contienen el gameto masculino de la flor de plantas y árboles, funcionan como un reloj de la naturaleza. Son tan diminutos que, para estudiarlos bajo el microscopio, algunos paleobotánicos prefieren usar bigotes de gato para manipularlos. La pared que recubre al grano de polen es bastante resistente a cambios de temperatura lo que ayuda a su preservación por millones de años dentro de las rocas. El polen es tan abundante que, aunque una gran parte se destruye, otro tanto queda disperso en las capas geológicas a la espera de que algún palinólogo ponga allí sus ojos. Sus virtudes no terminan ahí. La forma que adopta el polen es tan diversa —circular, triangular, hexagonal, con diminutas espigas o verrugas— que equivale a las huellas dactilares de las plantas.

Las primeras señales fósiles sobre la evolución de la flora del trópico emergieron gracias al trabajo de palinólogos que, en la segunda mitad del siglo XX, recorrieron la región a la par de los exploradores petroleros. Sus muestras y clasificaciones de polen, que les ayudaban a identificar potenciales lugares de exploración petrolera, por los propios intereses comerciales permanecieron lejos de la mirada de otros científicos. De hecho, uno de los trabajos de Jaramillo, junto a la paleobotánica Paula Mejía Velásquez, hoy vinculada al Leeward Community College, en Hawái, consistió en revisar dos núcleos de petróleo perforados por la ExxonMobil en la localidad de Los Mangos y que permanecieron ignorados por décadas en la litoteca del Instituto Colombiano del Petróleo. Los núcleos, de unos 600 a 700 metros en total, contenían una cronología de polen que abarcaba los inicios del Cretácico, hace unos 120 millones de años, hasta el presente. Allí encontraron una razón potente para seguir con sus pesquisas de ese remoto pasado: las plantas con flores, o angiospermas, que hoy dominan en más de un 96 % el bosque tropical, en el inicio del Cretácico eran menos del 7 %.

“Ahí ya tenía un punto lógico para empezar. La historia que quería estudiar es cómo pasamos de un ecosistema donde no existían casi angiospermas a un bosque con un 96 % de angiospermas. Esa es la historia de un cambio fundamental de un ecosistema”, anota Jaramillo.

Es fácil olvidar lo cruciales que son las plantas con flores para la supervivencia de tantas especies animales, incluidos nosotros mismos, escribió en 2010 el paleobotánico Peter Crane, exdirector del Museo Field, en Chicago, y del Real Jardín Botánico de Kew, Londres, hoy presidente de la Fundación Oak Spring Garden: “Las angiospermas proporcionan la energía de la que depende la mayor parte del resto de la biología. La evolución de las flores y las plantas con flores es, por lo tanto, de importancia fundamental y de relevancia contemporánea”.

El mismo Charles Darwin, en una muy famosa carta a su amigo Joseph Hooker describió la aparición relativamente tardía y aparentemente repentina de plantas con flores como “un misterio abominable”. Ese repentino debut de las plantas con flores iba en contravía de sus postulados sobre la evolución según los cuales los cambios ocurrían de forma gradual. En la carta escrita en julio de 1879, tres años antes de su muerte, comentó que le gustaría “ver todo este problema resuelto”.

Hacia el año 2002, época en que Jaramillo trabajaba para el Instituto Colombiano del Petróleo, un par de estudiantes de geología aficionados a los fósiles, Fabiany Herrera y Edwin Cadena, más entusiastas que bien adiestrados en paleontología, se sumaron a la búsqueda de fósiles para ayudar a desentrañar toda esta historia del pasado de los bosques neotropicales.

Herrera, hoy curador asistente de paleobotánica del Museo Field, siguió el consejo de Jaramillo y viajó al Cerrejón para buscar un fantasma: hojas fósiles de comienzos del Cenozoico. En los agujeros de hasta dos kilómetros de diámetro ya abandonados por los mineros, con un martillo geológico a mano, rompiendo una roca tras otra, fue apareciendo un tesoro paleobotánico: más de 2.000 plantas fósiles.

Edwin Cadena, el otro estudiante que se sumó a la aventura, puso su atención en otro protagonista de esos bosques arcaicos: tortugas. El Cerrejón tenía muchas sorpresas ocultas: fósiles de tortugas, cocodrilos y serpientes gigantes. En 2009, por ejemplo, se descubrieron allí los restos de una serpiente que medía 12,8 metros y tenía un peso aproximado de 1.135 kilos. Bautizada Titanoboa cerrejonensis, reptó por estos ecosistemas hace unos 58 a 60 millones de años, detalla el informe sobre el hallazgo publicado en Nature.

Los fósiles de tortugas, serpientes y otros animales revelan pistas sobre las condiciones que ofrecían estos hábitats pasados. “Mi rol ha sido entender cómo se relacionan los animales, particularmente reptiles, con esos ecosistemas y validar esas condiciones de temperatura, precipitación y otras características que vamos deduciendo”, explica Cadena, paleontólogo de la Universidad del Rosario, en Bogotá. Por ejemplo, en el caso de una serpiente como la Titanoboa, eso significa que su tamaño requeriría una temperatura media anual mínima de 30 a 34 grados Celsius para sobrevivir.

“Esa sensación de desesperanza, de que en el trópico nada se preserva, de que no encontraríamos los fósiles que necesitábamos, comenzó a desaparecer con las visitas al Cerrejón”, dice Jaramillo.

En las décadas siguientes otros investigadores se sumaron al esfuerzo por reescribir la historia de los bosques neotropicales. Los lugares de exploración también se expandieron: Valle del río Magdalena, Amazonía ecuatoriana y colombiana, zona central de Perú y sitios en Argentina y Chile. En 2009, cuando comenzó la ampliación del Canal de Panamá, aprovecharon esa nueva ventana a las profundidades geológicas para seguir recopilando pistas del pasado de estos bosques.

Collage de plantas fósiles descubiertas en diversas localidades de Suramérica y publicadas en la revista Science como parte de la evidencia sobre la evolución de los bosques neotropicales.(Créditos: M.R. CARVALHO ET AL / SCIENCE 2021)

El gran impacto

La evidencia fósil que Jaramillo y sus colegas han recabado a lo largo de tres décadas, en medio centenar de lugares del trópico, está permitiendo entender mejor cómo y cuándo se constituyeron estas catedrales de biodiversidad que son la comunidad ecológica con más diversidad de especies en el mundo. También ha permitido esbozar cómo ha cambiado la variedad de especies vegetales y animales; y cómo se transformaron y reaccionaron ante la gran extinción que provocó hace 66 millones de años el impacto de un meteorito en la Península de Yucatán que dejó el cráter conocido como Chicxulub, con la potencia de unas mil millones de bombas como la de Hiroshima, y que llevó a la extinción a cerca del 76 % de todas las especies marinas y al 40 % de los géneros presentes en el planeta en ese momento.

¿Cómo eran los bosques antes y después de ese impacto, un capítulo de la historia que los geólogos conocen como el límite K/Pg, el límite entre el Cretácico y el Paleógeno?

El análisis de 6.000 hojas fósiles y 50.000 granos de polen recolectados en 46 lugares incluyendo, por supuesto, el Cerrejón, pero también minas de carbón en el centro de Colombia y en la Amazonía, han revelado una fotografía de los bosques de hace 66 millones de años.

En esos bosques donde merodearon los dinosaurios convivía una comunidad más equitativa de plantas. El espacio se lo distribuían entre helechos (50 %), plantas con flores (40 %) y árboles como las araucarias y coníferas. La flora no formaba esa estructura tan enmarañada y por estratos de hoy. La luz se filtraba hasta el suelo y no era bloqueada por el dosel de la selva actual, explica la paleobotánica Mónica Carvalho, curadora en el Museo de Paleontología de la Universidad de Michigan, quien junto a Jaramillo lideró un estudio publicado en 2021, en la revista Science que sintetiza estos hallazgos.

Otra diferencia de la que hablan esos fósiles era el menor aporte de agua a la atmósfera que hacían las plantas. Para una paleobotánica como Carvalho, esto es posible deducirlo a partir de la longitud, el grosor y los patrones de las venas estampados en una hoja fósil pues le aportan pistas sobre el metabolismo de esas plantas. También los mordiscos que quedaron impresos en esas hojas fósiles delatan a otros habitantes del bosque y sus interacciones ecológicas: los insectos. Las comunidades de insectos que habitaron estos bosques antes de la gran extinción eran más especialistas —se alimentaban de tipos de plantas específicas—, mientras que los insectos posteriores a la extinción son más generalistas: se observa el mismo tipo de daño, o mordiscos, en casi todas las hojas, sin importar el tipo de planta.

Solo hasta después del meteorito, las leguminosas, capaces de capturar —o fijar— nitrógeno del aire, llegaron a ser tan abundantes como hoy, lo que explicaría cambios profundos en la fertilidad de los suelos. Sin embargo, todo este cambio radical en la composición vegetal fue un proceso lento. Después del meteorito, a los bosques les tomó al menos siete millones de años recuperar y superar el grado de diversidad de plantas previo al impacto.

“Gracias a esto ahora sabemos que, aunque las flores se diversificaron en la era de los dinosaurios, tardaron más tiempo en llegar a dominar el bosque, y esa oportunidad evolutiva surgió para ellas gracias a la catástrofe ecológica que desató el asteroide”, dice Carvalho.

¿Por qué eran diferentes aquellos bosques preimpacto de los actuales? En el artículo de Science, Carvalho y sus colegas plantean tres posibles respuestas a esa pregunta. Una primera hipótesis sugiere que los dinosaurios herbívoros ejercían un control sobre el bosque; con su desaparición, se rompió el equilibrio ecosistémico. La segunda tiene que ver con una composición de los nutrientes del suelo, el cual se sospecha que era menos fértil antes del cataclismo. La caída de ceniza tras el impacto de Chicxulub cambió el balance de minerales aportando, por ejemplo, más fósforo. Una tercera hipótesis plantea la posibilidad de una extinción selectiva que afectó más a linajes de coníferas —que habitaban en menores rangos ecológicos— que a los linajes de angiospermas, por lo cual estas encontraron una oportunidad para expandirse.

“La historia entera que nos cuentan estos datos es increíble”, dice Jaramillo. “Saber que el bosque de ahora es producto de un instante preciso hace millones de años, de un minuto particular, es fantástico”.

Reconstrucción artística de la apariencia de los bosques tropicales antes (Cretácico) y después (Paleoceno) del impacto del meteorito en la Península de Yucatán hace 66 millones de años. La reconstrucción se base en el análisis de 6.000 hojas fósiles y 50.000 granos de polen recolectados en 46 lugares de Suramérica.(Créditos: M.R. CARVALHO ET AL / SCIENCE 2021)

Los bosques y el cambio climático

Más allá de entender los dramáticos cambios que atravesaron estos bosques después del impacto del meteorito en Chicxulub, el estudio de su pasado también está permitiendo a los científicos descifrar cómo los bosques del neotrópico han reaccionado a cambios de temperatura y a mayores niveles de CO2, datos que pueden proveer indicios sobre lo que puede ocurrir en estos ecosistemas ante el calentamiento global que ahora afrontamos.

Una respuesta está en el Eoceno, que comenzó hace 56,3 millones de años, cuando se produjo un fenómeno conocido como el Máximo Térmico del Paleoceno-Eoceno (PETM, por sus siglas en inglés). Este evento de calentamiento global de corta duración, el más rápido en los últimos 140 millones de años, implicó un aumento global de temperatura de 5 a 7 grados Celsius a lo largo de 10.000 a 50.000 años, describe Jaramillo en uno de los capítulos del libro The Geology of Colombia. Este es el mejor análogo al calentamiento moderno provocado por los humanos, solo que el PETM se desarrolló más lento que el actual, permitiendo la adaptación de muchas especies, y se dio como consecuencia del vulcanismo en el Mar del Norte, que significó la adición de unas 1.300 ppm de CO2 a una atmósfera que en promedio tenía 500 ppm de CO2.

“Aunque las plantas pueden migrar a latitudes más altas para escapar del calentamiento, se esperarían extinciones en los trópicos, ya que la temperatura estresaría a las plantas más allá de su límite de supervivencia”, dice Jaramillo. No obstante, lo que hallaron Jaramillo y sus colegas cuando analizaron el registro fósil de tres sitios en el noreste de Colombia y el noroeste de Venezuela fue algo muy distinto: a medida que la temperatura media anual aumentaba durante el PETM (entre 3,5 y 5 grados Celsius), en las tierras bajas del norte del neotrópico, “la tasa de origen de nuevas especies se duplicó, mientras que las tasas de extinción permanecieron sin cambios”. Ese aumento de temperatura se tradujo en una vegetación un 30 % más diversa. Los helechos epífitos, típicos de los bosques neotropicales, las orquídeas y las hormigas cortadoras de hojas también aprovecharon la bonanza energética de más CO2 y se observó mayor diversidad entre ellas.

El paleontólogo colombiano Carlos Jaramillo (al centro y mirando hacia la cámara) junto a un grupo de científicos durante una salida de campo al desierto de la Tatacoa, Colombia.(Créditos: FELIPE VILLEGAS - INSTITUTO HUMBOLDT)

Jaramillo cree que estos resultados contradicen los modelos paleoclimáticos globales que predicen un colapso de la vegetación neotropical debido al estrés por calor. En un artículo en el Annual Review of Earth and Planetary Sciences de 2013, señaló que tras compilar 5.998 estimaciones empíricas de temperatura durante los últimos 120 millones de años “el bosque tropical lluvioso no colapsó durante los calentamientos anteriores; por el contrario, su diversidad aumentó. El aumento de la temperatura parece ser un factor importante en la promoción de la diversidad”.

¿Esto significa que, contrario a los pronósticos apocalípticos, los bosques neotropicales podrían tener una bonanza biológica durante el calentamiento global actual? No necesariamente. La velocidad a la que los humanos estamos provocando la acumulación de gases de efecto invernadero es diferente a la del PETM, que se desarrolló de forma más lenta. Jaramillo dice que no es posible saber si las plantas bajo el actual escenario lograrían adaptarse a la velocidad de los cambios.

Sin embargo, para Jaramillo hay señales para ser optimistas —al menos frente al destino de las plantas—. “Los genes que regulan la fotosíntesis están profundamente arraigados en la filogenia de las plantas y esperaríamos que la función fisiológica fuera similar en las plantas del Eoceno y las plantas actuales”, dice. En otras palabras, las plantas modernas llevan en su ADN la variabilidad genética para hacer frente a los aumentos de temperatura y CO2, señala, “siempre que haya suficiente agua en el suelo. El agua, entonces, es el factor clave a considerar en los biomas tropicales del futuro”.

“Como toda buena investigación, la de este nuevo grupo de paleobotánicos nos está mostrando nuevas preguntas”, dice Crane sobre el trabajo de Jaramillo y sus colegas. Muchas de ellas, agrega Crane, están relacionadas con la evolución de las plantas con flores: ¿Cómo era la vegetación en el Cretácico tardío antes del meteorito? ¿Cómo evolucionaron las angiospermas antes del impacto del meteorito, antes de que dominaran el bosque? ¿Qué grupos participaron y qué tipo de comunidades ecológicas crearon? ¿Cómo hicieron esas comunidades para que pasáramos de no tener prácticamente ningún árbol de plantas con flores a tener una gran variedad de árboles de plantas con flores?

Pero sin duda la más urgente y dramática de las preguntas en esta lista que señala Cranes es cómo reaccionarán los bosques ante los inusuales cambios en el clima global que estamos provocando los humanos. Nadie tiene una respuesta definitiva. Lo que sí sabemos es que las plantas conquistaron este planeta hace 470 a 500 millones. Sabemos que hace 430 millones provocaron una explosión de diversidad y moldearon la biosfera al reducir el CO2 atmosférico entre ocho y 20 veces. Sabemos que han sobrevivido a cinco extinciones masivas incluyendo la provocada por el meteorito. Las plantas siempre han encontrado el camino para sobrevivir, como lo explica Jaramillo. En este planeta los inexpertos y nuevos somos los humanos que nos asomamos hace menos de 300.000 años en una de las pequeñas ramas del árbol de la vida.

Este artículo apareció originalmente en Knowable en español, una publicación sin ánimo de lucro dedicada a poner el conocimiento científico al alcance de todos. Suscríbase al boletín de Knowable en español

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