Volver a las raíces es resistir. Esto nos muestra la historia de Cheymi Gallardo: una joven indígena que ha encontrado, en su entorno y en las enseñanzas de sus ancestros, formas de hacer frente a la crisis que ha generado el cambio climático.
Nadia Martínez y Gimena Segnini
Bajo el sol del mediodía, se va abriendo paso entre el matorral. Pala en mano y con botas de hule, la joven cabécar Cheymi Gallardo se encamina a recoger la cosecha que hacía algunos meses había sembrado junto a su familia. La siembra continúa siendo un aspecto central de las comunidades indígenas en el territorio talamanqueño.
La tierra es madre. Como la mujer y la semilla, la tierra es germen de vida.
Cuando Sibú, dios creador en la cosmovisión cabécar, delegó las tareas al hombre y a la mujer, dejó en manos femeninas el cuidado de la tierra. Siendo la mujer la matriarca, quien pasa sus conocimientos de generación en generación en los clanes, la siembra y la cosecha son actividades cargadas de un peso espiritual, que mantienen vivas las tradiciones cabécares. La tierra es sustento para el pueblo: ofrece alimento, medicina y sitio donde los mayores inculcan a los pequeños sus saberes.
Para Cheymi, la cosecha no es solo recoger lo sembrado, es reconocer el fruto de su esfuerzo. De niña, su abuela Rafaela Reyes la llevaba a recoger maíz, una tarea dura para su corta edad. No fue hasta que la abuela preparó un atol con el maíz cosechado, que Cheymi entendió la importancia de trabajar la tierra como lo han hecho durante siglos.
Clima inestable, vida incierta
Aunque la agricultura se mantiene como una de las principales actividades productivas para las comunidades indígenas costarricenses, la inestabilidad —producto del cambio climático— ha generado variaciones en los tiempos meteorológicos de la región, convirtiendo los patrones usuales en impredecibles.
Los científicos explican que pasamos del Holoceno —una era geológica con temperaturas predecibles que permitió a la humanidad desarrollar la agricultura y domesticar animales— al Antropoceno —la nueva era geológica donde los humanos somos los principales responsables de los cambios en el planeta—. Esto, a su vez, ha impactado los tiempos de siembra y cosecha tradicional.
“En el tiempo que mis abuelos me enseñaron los principios culturales, yo decía: “¿pero esto qué tiene que ver? Si vivimos bien, estamos bien, cultivamos bien. Los meses de sol es tiempo de sol, ya lo sabemos año tras año. Y mi abuela siempre ha sabido en qué tiempo sembrar, en qué tiempo recoger, en qué tiempo trabajar, chapear y tener la tierra preparada. ¿Quién dijo que esto va a cambiar?” Pues podemos decir que hoy estamos sufriéndolo. Los científicos sí lo tenían en cuenta, pero con unas palabras muy técnicas”, dice Heylin Sánchez, madre de Cheymi.
El cambio climático no solo es una amenaza para las comunidades, que se ven afectadas por eventos meteorológicos más extremos, sino también una fuerza que, al igual que la lluvia, va lavando la fortaleza espiritual de la gente.
Según la mitología cabécar, Sibú delegó el cuidado de Sulára (la niña-tierra) a las mujeres talamanqueñas. A ellas no solo les encargó proteger el bosque, sino también transmitir ese conocimiento ancestral de generación en generación. Ahora era Cheymi quien se preguntaba por qué la cosecha no era como se lo había descrito su madre: las semillas sembradas en el tiempo acostumbrado terminaban por no germinar.
Las afectaciones a las cosechas, consecuencia del cambio climático, tienen un impacto de género, ya que golpean principalmente a las mujeres de la comunidad. Cheymi, con 18 años, vive de primera mano esta problemática, siendo madre de una niña por quien debe velar. Las mujeres jefas de familia resienten el impacto de la crisis, pues la siembra es su economía.
Cuando la tierra no da frutos, se crea un desbalance a nivel familiar y a nivel comunal. El aspecto cultural detrás de las labores agrícolas mantiene los lazos comunitarios y familiares. Al verse afectada la cosecha, las comunidades han tenido que variar sus formas de obtener alimento y con ello sus tradiciones. Ciertas actividades sociales y rituales relacionadas a los ritmos, calendarios, prácticas espirituales y ciclos ambientales tuvieron que abandonarse o modificarse con tal de sobrevivir a los cambios imprevistos.
La relación entre el humano y la naturaleza cambió como nunca antes para las comunidades indígenas. Cheymi lo notó. Notó que las cosas habían cambiado desde que las estaciones que se manejaban para sembrar no se podían utilizar por las fuertes lluvias que caían. Los procesos productivos locales se vieron afectados en cantidad y calidad.
El hambre y la inestabilidad socioeconómica en las comunidades forzó a muchos a darle la espalda a la cultura, provocando formas de explotación de recursos naturales que van contra su cosmovisión, como talar árboles para crear sitio para la ganadería o el abandono de la tradición para optar por formas de agricultura foráneas a los territorios, formas que muchos considerarían “mejores y más actualizadas”. La amenaza a la seguridad alimentaria de las comunidades provocó cambios profundos en la manera en las que se hacían las cosas.
La relación comunal también cambió. Para Cheymi, las reuniones con la comunidad ya no eran espacios de goce e intercambio social. Los mayores ahora estaban más enfocados en buscar soluciones, viendo cómo afrontar los problemas de las cosechas.
Tanto había cambiado su comunidad que la joven cabécar no recordaba la última vez que había escuchado aquellos bellos cantos que se recitaban al sembrar maíz, con la esperanza de consumir las buenas energías con las que se había sembrado. Ya el maíz no sabía igual.
Cheymi es parte de una generación que, a pesar de encontrarse en el territorio, creció en medio de un desconocimiento de muchas prácticas ancestrales debido a una pérdida de las tradiciones por las cuales se llevaba a cabo su transmisión.
Los más jóvenes no tenían esa visión de mundo, cuyo núcleo siempre fue la semilla. La constante preocupación por adaptarse a los cambios fue desplazando lentamente la esencia de la cultura cabécar. Cheymi escuchaba a su madre decir que debían rescatar las tradiciones perdidas. Le decía: “no debemos perder lo nuestro por el dinero”. Sin embargo, eso era precisamente lo que estaba sucediendo.
La crisis que trajo un despertar
Dado las repercusiones económicas, culturales, sociales y espirituales que las alteraciones en el clima habían traído, era evidente que ya no solo se podía hablar de cambio climático, sino de una crisis climática. A esto se le sumó que, al llegar el 2020, se presentó un nuevo enemigo: el COVID-19.
Durante al menos dos años, la pandemia lo cambió y lo paralizó todo, incluyendo la distribución de distintos alimentos. A Cheymi y su familia se les dificultó el acceso a alimentos básicos e imprescindibles como el maíz.
Esto no detuvo a Rafaela, Heylin y Cheymi. Al contrario, esta nueva crisis trajo consigo un despertar en el que su comunidad se dio cuenta de cuán necesario era reactivar sus prácticas ancestrales de siembra y enseñarlas a las generaciones más jóvenes, que tenían un gran vacío cultural.
En palabras de Heylin, la pandemia llegó a enseñarles que deben cultivar sus tierras, estén o no en tiempos de crisis.
Manos a la tierra
Es así como comienzan con mayor fuerza una labor de siembra y de transmisión de prácticas culturales y ancestrales. Esto va desde la propia familia hacia afuera. En el caso de Cheymi, hay al menos cuatro generaciones implicadas en el proceso: su abuela Rafaela, su mamá Heylin, ella y su hija Adeline.
Poco a poco van retomando y poniendo en práctica los valores de solidaridad, respeto y amor, que son por los que se rige su cultura, y rescatando lo que les enseña su cosmovisión sobre su papel en el uso de la tierra. Así le hacen frente a dos crisis al mismo tiempo: la climática y la generada a partir de la pandemia.
Comenzaron a sembrar en tiempos distintos a los que habían empleado siempre; a rotar entre distintas parcelas y a seleccionar las semillas más resistentes al agua. Además, tomaron la decisión de unirse a la Asociación de Mujeres Kábata Könana (que significa Defensoras de la Montaña).
Así, con la guía y la inspiración de Maricela Fernández, presidenta de la asociación a quien consideran una gran lideresa, Cheymi, su madre y su abuela rompieron con una barrera de género que había estado presente en sus vidas y en la de muchas otras mujeres de la comunidad, y comenzaron a involucrarse y a poner en práctica sus conocimientos en procesos comunitarios de rescate cultural y formación de personas jóvenes.
Como asociación, las mujeres implementaron un trueque virtual vía WhatsApp, que les permite intercambiar alimentos y semillas con otras mujeres indígenas, y así preservar o recuperar cultivos con los que ya no cuenten.
Además, comenzaron a participar en la toma de decisiones culturales, políticas y ambientales dentro y fuera del territorio. Y con “fuera del territorio” no solo se refiere a una participación a nivel regional o nacional. Heylin, que se había propuesto de forma personal nunca montarse en un avión, tuvo que desafiarse a sí misma a hacerlo para viajar a Glasgow, en Escocia, y participar en la COP26 que se realizó en el 2021.
Ahí, a miles de kilómetros de su hogar, rodeada de personas desconocidas para ella y en medio de un clima que creyó no poder soportar, Heylin vivió una experiencia que considera indescriptible. Imaginarse a todas las mujeres de la asociación ahí con ella, le dio las fuerzas y la motivación para hablar frente a tantas personas en la conferencia dedicada al clima, y durante dos semanas puso en práctica su liderazgo, adquirió experiencia y compartió la que ya tenía, y ganó también conocimientos que se transformaron en ganancia para su territorio y para la asociación una vez que regresó a su hogar.
Cheymi, por su parte, sigue trabajando en capacitar a otros jóvenes de la comunidad en el conocimiento de prácticas ancestrales y la recuperación de su lengua materna, mientras ella misma se capacita por medio de cursos virtuales para seguir desarrollando sus habilidades de liderazgo y continuar su papel fundamental como joven activista.
Desde sus raíces, Cheymi sigue resistiendo
Aunque Cheymi ha experimentado el cambio climático y sus efectos muy de cerca, sumado además a una pandemia, lejos de rendirse y caer en una condición de vulnerabilidad es un ejemplo de resiliencia y ha vivido, desde su juventud, un empoderamiento femenino para ejercer acción climática a través de la cultura y el trabajo en equipo.
Hoy conoce y comprende la importancia de trabajar la tierra de la mano con el medio ambiente; sabe de primera mano el porqué se hace una rotación en las parcelas; también está consciente de los beneficios de consumir alimentos ricos y saludables, libres de químicos, y la necesidad de que su generación sea educada bajo estos principios; y siempre pone en práctica la solidaridad, el respeto y el amor en su trato con la naturaleza y con los demás.
Mientras ejerce acción climática con sus propias manos, Cheymi crece como líder formando a otros jóvenes de su comunidad para que también comprendan las implicaciones de lo que están viviendo, y la importancia de accionar poniendo en práctica el legado de sus ancestros para encontrar soluciones en su entorno.
Hoy, Cheymi puede decir y enseñar con convicción que volver a las raíces es resistir.
Relato elaborado para el curso Narrativas Climáticas Participativas de la Escuela de Ciencias de la Comunicación Colectiva, Universidad de Costa Rica.